Biopsychology.org

English

Artículos Casos   Libros Apuntes Otros  

Emoción y sufrimiento. V.J. Wukmir, 1967.

Atrás Arriba Siguiente
 

10. Kurtorexia

«But what am I?
An infant crying in the night,
an infant crying for the light
and with no language but a cry.»
(Pero ¿quién soy yo?
Un niño que en la noche llora,
un niño que la luz añora
sin otra voz que la de gritar.)
TENNYSON
 
1. ¿Enfermedad o no?
2. La tortura de la incomunicación
3. La self-pity
4. El comportamiento
5. La crisis
6. La convulsión y la parálisis afectiva
7. Glosa sobre Balzac

 

1. ¿Enfermedad o no?

Hubo tiempos en que ciertas enfermedades fueron proclamadas "santas", "místicas" o engendradoras de genios. La epilepsia y la histeria gozaban a veces de este privilegio. Sus contorsiones y convulsiones dramáticas y espectaculares las separaban a los ojos de los normales en unas categorías de clasificación que sobrepasan la terminología clínica. Ciertas épocas clínicas llevaban un sello en que predomina la histeria, como la no lejana de Charcot. La histeria estaba marcada como una especialidad del sexo femenino. Ahora se estudia con predilección, y con la misma ficha clínica, sobre los soldados de las guerras mundiales.

En la clínica actual ciertos médicos dicen: hay que descartar la histeria del repertorio nosológico, pues ha desaparecido de nuestros anales. Pero en seguida nos ofrecen docenas de síntomas cuya aparición puede atribuirse a esta enfermedad, y no son síntomas insignificantes: parálisis o hemiplejía, espasmos y contracciones, la ceguera, y otro inventario clínico muy numeroso. A pesar de ello, se mantienen en ella algunos conceptos de enfermedad "poco seria", ya que no se pueden descubrir lesiones "orgánicas". El gran Babinski llegó incluso a decir que "cuando una emoción sincera y profunda sacude el alma humana, no hay sitio para la histeria".

¿Ni sincera, ni profunda, esta crisis emocional que paraliza mi brazo o que hace que me lance fuera de las trincheras donde me esperan las ráfagas mortales?

El aspecto espectacular de ciertos ataques histéricos puede calificarse de teatral, y otros pueden parecer ridículos. Pero el fondo afectivo que hay en la raíz de tales comportamientos y que llega a los síntomas graves de paraplejía o de ceguera ("lesional" o no, ¿qué importa si el enfermo no ve?) no puede declararse falso, seudo: un ser humano está encorvado (kurtos, en griego, "curva") bajo un sufrimiento subjetivamente real. Y en el sufrimiento cuenta sólo lo subjetivo.

La kurtorexia es un caso de la DOV en el que el hombre se evade en la enfermedad porque su patior ha llegado a ser subjetivamente insoportable y la enfermedad le parece una liberación. Existe una postura vital histérica de varios grados de intensidad. Es otra "salida" de los sensibles. La distonía de la que huyen de este modo es una de las más generales de nuestra especie: la distonía de la soledad personal. Por cierto, hay que cambiarle también el nombre a esta DOV: ni es privilegio del sexo femenino, ni tiene nada que ver con el uterus ni con las glándulas sexuales. Nuestro término de kurtorexia es una referencia al dinamismo de espasmos, y las curvas de las crisis, a su carácter de contorsión interior y exterior bajo el sufrimiento. Para los estados de conversión cumplida, empleamos con preferencia el término de glyptorexia (glupho, en griego, "tallar"): el patior es esculpido en la propia carne del enfermo. Sobra decir que, con nuestros conceptos orécticos, no prestamos atención a la distinción entre la "lesión orgánica" y la de "obstáculos funcionales". Donde existe disfunción es suficiente para indicar el estorbo.

Estamos lejos de despreciar la patogénesis de este tipo de la desorientación vital: la evasión ante la soledad es un rasgo demasiado importante en la huida del patior y muy común a nuestro género para descartarlo fácilmente de la sintomatología de las DOV. Insistimos también sobre la necesidad de corregir los conceptos que se refieren a lo "teatral" de esta anomalía. Hay teatro, es verdad, pero no solamente en la kurtorexia, sino en muchos otros comportamientos nuestros. Y hay frecuentemente teatro porque el público es cruel o indiferente y es preciso acentuar dramáticamente nuestro sufrimiento para llamarle la debida atención a lo que ocurre en nosotros. Pero cualquiera de estas escenificaciones es un teatro costoso. Y aunque la expresión es tal vez exagerada, el actor no tiene que ser necesariamente falso. Ni se encorva, ni se desdobla ante nosotros para que nos riamos de su circo. El histérico no es un bufón a cuenta ajena, es un pobre payaso muy a cuenta propia.

¿Cuáles son el agon y la gnosia típicos que tienen que juntarse para constituir la postura kurtoréctica ante la vida en una persona?

 

2. La tortura de la incomunicación

Aun sin ser histéricos, nos hace falta muchas veces dramatizar, subrayar nuestras necesidades, acentuar nuestras expresiones, acompañarlas con gestos dinámicos más allá de lo que su simple manifestación requiere. Nuestro contorno pertenece a un género que acostumbra hacerse el sordo y el sueco, el desentendido y el avariento de atención cuando el otro le llama. Tiene algo de comodón y no lo es simplemente por perezoso, sino que muy frecuentemente se pone voluntariamente algodón en los oídos para prevenirse de estímulos molestos que el otro, y hasta el prójimo, podría, emitir en su dirección. Hay que proceder con exageración para que la llamada se haga eficaz, y con gritos y gesticulaciones en las situaciones en las que suponíamos que la simple estimulación hubiera podido ser suficiente. Tenemos que hacerlo a veces para señalar que estamos vivos, o para darle a conocer al otro que somos «así»; o que lo que comunicamos tiene importancia para nosotros. Hay que caer con nuestros mensajes entre dos ocupaciones de los demás, antes de que se sucedieran con sus propias prioridades. Si nuestro mensaje no es lo bastante poderoso, corremos el riesgo de ser desatendidos. No solamente en la comprensión —que ya es una operación dificultosa casi siempre—, sino en el simple hecho de nuestra existencia. No es preciso que pidamos ayuda al otro; la sorpresa de ser incomunicado nos ocurre en las situaciones insustanciales de la vida cotidiana. Tenemos que hacer esfuerzos adicionales para que la comunicación se establezca. La coexistencia pierde fácilmente el prefijo co o se reduce a una mecánica coestancia. La convivencia resulta excepcional y no pocas veces es fiesta extraordinaria, digna de ser marcada con letras rojas en el calendario de nuestra experiencia personal. El aislamiento y la soledad nos acompañan como la propia sombra y hay que llegar al mediodía de las vivencias para que no nos demos cuenta de su presencia.

La experiencia de la insularidad personal es una de las más tempranas del ser que desde el primer momento de su nacimiento empieza la lucha contra la soledad y no acabará con ella hasta la muerte. El contorno social parece un buen sustituto del amparo placentario, del continuum perdido. Pero las frustraciones de esta índole empiezan muy pronto: ni siquiera la madre está siempre con nosotros y tenemos que llamarla a veces a gritos desesperados, aunque no nos ocurra nada más que el estar solos. Entre muchas otras, existe una angustia primordial en el ser humano ante la soledad y una necesidad primaria de evitarla y de prevenirse contra esta distonía. Cuando no nos duele nada, cuando no tenemos ni hambre ni sed, las ganas de estar con el otro es una nostalgia organísmica que con el tiempo será también la de la persona en maduración concienciada [1].

No confundamos la terminología: el apartarnos en el retiro de nuestras horas de paz y tranquilidad que a veces llamamos las de la soledad buena y agradable es tan sólo un descanso y un repliegue, no una solución contra aquella soledad primaria; es un estar con uno mismo, una sustitución por el diálogo interior al que quizás hubiéramos preferido un encuentro con el otro. Este sí, convertido en convivencia, puede o podría ser una solución contra la distonía de la soledad primaria. No nos basta que nos comprendamos a nosotros mismos aunque la autocreación nos llene de satisfacciones. El ser comprendido por el otro en lo que de verdad somos es la añoranza crónica de todos, de los malos y de los buenos. Y sin ser muy doctos, todos comprendemos la diferencia fundamental entre la coestancia, la conllevancia, la coexistencia y la convivencia, para las que el castellano, único entre los idiomas' europeos, tiene sus matices sustantivos tan expresivos. El último de ellos es también el único que puede tener la liberación de la soledad Los tres anteriores no lo son y hasta la confirman.

Está claro que el remedio de la convivencia es posible tan sólo con las personas especialmente calificadas para resolver el problema de nuestra soledad. Las coestantes, las conllevantes, las coexistentes no son más que números y, en el caso mejor, posibles candidatos para la selección. Mientras no asciendan a la última categoría, su comprensión es parcial, estratégica o nula. En medio de un pleno alboroto con ellos podemos estar completamente solos. Queremos presentarnos a alguno en lo que somos, y hasta en lo que tenemos para él. Lo intentamos continuamente desde la infancia, pero una gran mayoría de estos in-lentos son fracasos. Incluso con los que hemos escogido como calificados, posibles y hasta seguros. La madre o el padre, este hermano o amigo, este amante, el esposo. Tarde o temprano nos damos cuenta de que si bien la coestancia, la conllevancia y la coexistencia llegan a cierto grado de su aceptación mutua, la convivencia es una distancia o ya una imposibilidad. Con lo que es esencial en nosotros —la persona concreta en su "talidad"— estamos otra vez —o continuamente— solos. Ni siquiera llegan los momentos de inspiración sincera en los que podríamos manifestarla. Vivimos con ellos por fuera, dentro de las estereotipias y esquemas que las relaciones humanas de tal índole suelen brindarnos en la familia, en un círculo, en una organización, y nos comportamos como si esto pudiera llenar toda una vida; pero esperamos que la comprensión se produzca y que signifique más de este "como sí"; esperamos en vano. Mientras nosotros acechamos cada momento de aquella iniciación, y hacemos por nuestra parte todo lo posible para que ello se produzca, los sordos, ciegos y torpes, los "egoístas y los crueles" para los que no somos otra cosa que instrumentos y objetos de su propio placer, van desentendidos, desatentos o indiferentes por sus propios caminos. Pasan a nuestro lado sin fijarse en que en esta o la siguiente estación los esperábamos con bienvenida y ofrendas especiales. De estación en estación los trenes pasan y nadie desciende de ellos para venir a nuestro encuentro; los que bajan nos sorprenden dolorosamente con palabras y ademanes fríos por dentro, aun cuando sean corteses por fuera. Y desde el primer momento, o después del contacto, no es diálogo, y aun menos un encuentro.

Un denominador común reúne a todas las clases de humildes y de grandes traduciendo por sus matices personales este retorno de la incomunicación en palabras simples de desgracia humana: "no nos quieren". Tal vez no nos quiere nadie. Tal vez no existe en este mundo lo que por tal palabra entendemos.

Y no es que lo que llevamos en nuestro interior como regalo para ellos valga poco. Es lo mejor que queremos darles, con espontaneidad y sin ahorrar nada. Hemos preparado cuidadosamente nuestra capacidad de comprender y de querer. No merecemos, pues, tal injusticia del paraje yermo y desierto. Evidentemente, no saben quién tienen a su lado, porque no quieren conocernos en lo más precioso, más bello que reservamos para ellos. Pero todo ello no puede abrirse si no lo toca la llave do la comprensión, la de querernos un poco más, no mucho más, si ya no saben cómo hacerlo. Pero ni siquiera esto... La mejor parte de nuestro ser, la bondad y la belleza, amistad y protección, paciencia, indulgencia, amor e infinita compasión quedan y que darán sin uso. ¿Para qué hemos nacido entonces si esto no sirve para nada? El resto es tan poco, tan poco, triste y pobre... Una miseria de rutina, un vacío sin sentido.

Esto es inmerecido, injusto e insoportable. Los intentos fracasados, la acumulación de espera inútil, condenada a la frustración de antemano o después de la experiencia iterativa de que será siempre así, engendran la protesta y la rebeldía contra tal injusticia vital. Este rechazo será diferente en un "psicópata" o en un delincuente. En las personas con predisposiciones kurtorécticas tomará la forma de una reacción compuesta principalmente de la compasión de sí mismo, de dramatización a través de una justicia recuperada imaginativamente y, si la crisis se agudiza, en formas de protesta exteriorizada de convulsión y de paralización.

Nadie ha formulado mejor la actitud y la reacción dramática del hombre que ofrece en vano a los demás su mejor patrimonio interior que el tan sensible autognósico Jean-Jacques Rousseau en sus famosas Confesiones:

¿Cómo ocurrió que con un alma de expansión natural, para la que vivir era amar, yo no pudiera encontrar hasta ahora un amigo del todo devoto de mí (tout à moi), un verdadero amigo, yo que me sentía tan capaz de serio? ¿Cómo podía darse que con los sentidos ardientes, con un corazón lleno de amor, esta llama ni una sola vez ha quemado un objeto determinado? Devorado por la necesidad de amar sin haberla satisfecho jamás, me veo ante las puertas de la vejez y morir sin haber vivido.

Estas tristes reflexiones, enternecedoras a la vez, hicieron que me replegara en mí mismo con una lástima que no era sin blandura. Me parecía que el destino me debía algo que no me había dado. ¿Para qué nacer con facultades exquisitas, si había de dejarlas definitivamente sin uso? El sentimiento de mi valor interior, viéndome agobiado por tal injusticia, me aliviaba hasta cierto punto y me hacía derramar lágrimas que no querían cesar.

Es una perfecta descripción de la postura vital kurtoréctica por parte de un autobservador genial (del que tantas arbitrariedades psiquiátricas se han escrito): un ser de mucha expansión afectiva, euhórmico con gran necesidad de amar y de ser amado, de la identificación de amar y de. vivir. Y después: el aguijón de la injusticia vital por el repliegue forzoso sobre uno mismo como contradicción dolorosamente sentida frente a las ganas de expansión y de convivencia; el sentimiento de la compasión con uno mismo, ya que este "así" del mundo y de la vida es inmerecido. Un reproche a los demás junto con cierta sobre-valoración de sus propios regalos, una protesta contra la insensibilidad y la incomprensión de los demás. El gemido de la persona solitaria que no se avergüenza ante la confesión de haber derramado lágrimas a causa de ello.

Todo esto no llega a los estados de orectosis grave de convulsión exhibida o de parálisis. Pero ¿las lágrimas? ¿No son a veces debidas a un espasmo afectivo? El espasmo, fundamentalmente, es producto de dos estímulos con mandos contradictorios que llegan a los cruces neuromusculares con una sucesividad precipitada, impidiendo que cada uno de ellos se descargue a su vez como debería. El fenómeno convulsivo es una disorexia local de impotencia. Tales lágrimas también lo son en menor escala. No lloramos si la distonía sentida tiene algún remedio inmediato.

De la citada descripción de Rousseau se desprenden también muchas otras conclusiones, y hasta el tipo de su constelación factorial habitual. Es evidente que, a diferencia del melancólico, sus instintinas son potentes, euhórmicas, expansivas y que el factor estructural y su metabolismo las favorece. Ellas lanzan al hombre kurtorectoide hacia la búsqueda de los demás; le sugerirán también cierta sobrevaloración de sus propios valores, "el corazón pleno de amor". Y no hay señal alguna en el kurtoréctico de que la oscilación del ego sufriera disfunción elemental. Las relaciones Hf: I: E acusan un estado normal con palpitación vigorosa. Tampoco hay una desproporción entre las fases valorativa y ejecutiva como en el klonoréctico o en el klinoréctico.

¿Dónde está entonces la raíz de su mal y de su desorientación vital? Principalmente, en la predominancia de aquella emoción de "sentir uno lástima de sí mismo", para la cual emplearemos como término técnico la corta voz inglesa self-pity.

 

3. La self-pity

Del sentido biológico del "compatior" hemos hablado en el capítulo sobre el patotropismo. La compasión hacia el otro la hemos definido como emoción que nos induce a sustituirnos imaginativamente en la situación de otra persona y a comportarnos hacia ella como si esta situación fuera la nuestra. Esta emoción nos permite valorar el costo de la vida del otro, tanto si lo observamos desde el ángulo de su dicha como de su desgracia. Este comprender que se refiere principalmente al patior, este conocimiento sobre la medida posiblemente concreta del sufrir o no sufrir lo llamamos en la teoría oréctica intropatía. El método de la intropatía es el más eficaz en cuanto al conocimiento de la persona, un método directo, que no necesita necesariamente el análisis racional para ser completo: la valoración de lo que siente el otro en tal situación se hace en nosotros mediante la emoción de la comprensión intropática. La identificación con el otro, el conocimiento de la medida del escape de su soledad individual, se consigue así de una manera más completa. Opinamos también que el amor humano no es concebible sin la presencia de la intropatía activa.

La introspección detenida, la introvisión de la realidad interior y la capacidad intropática hacen posible la emoción de la self-pity en relación con nuestra propia situación y puede adquirir gran intensidad si nos afligen traumas de injusticia vital que creemos inmerecida. Desde el punto de vista de patior innecesario todo trauma puede parecemos una injusticia vital que creemos inmerecida en nuestra apreciación subjetiva. Aun si en el análisis oréctico distinguimos entre la injusticia social (la que proviene de la mera coexistencia social forzosa), la injusticia societal (la que procede de las instituciones sociales) y la injusticia vital (la que estriba en las diferencias personales y en el azar del destino), en el fondo todos los aguijones que se clavan por semejantes experiencias son eventos subjetivos, personales, y el sentir de lo inmerecido también toma forma de injusticia vital. En la gran mayoría de los casos lo inmerecido está ligado a los demás, a "ellos". En nuestra estimación son "ellos" quienes hubieran podido evitárnosla. Como hemos visto, y como veremos también más adelante, la reacción frente a la injusticia vital puede tomar muchos matices, la mayoría de ellos negativos: ira, odio, envidia, miedo, impotencia, etc., y llegar a ser conflictivos y agresivos.

En el hombre de disposiciones kurtorécticas estas reacciones nunca llegan a las posturas conflictivas y agresivas debido a la emoción de la self-pity. Habrá a sus ojos culpables entre "ellos" y los juzgará, pero el tribunal actuará en su interior a puerta cerrada, será un procedimiento imaginativo y el procedimiento legal será regido por la legislación oréctica de este sentimiento.

Los orígenes de la self-pity se remontan a los años de la infancia de los niños sensibles y emocionalmente expansivos, efusivos. El lamento de que "ellos" no nos quieren como podrían o como lo mereceríamos por lo que somos empieza muy temprano en la vida del ser humano y no es un patrimonio exclusivo del terreno "histérico". En su propio terreno, pronto se iniciará como reacción de postura la necesidad de que uno tenga compasión consigo mismo si los demás no la tienen. Y si "ellos" no nos aprecian suficientemente, al menos ante nuestro propio espejo podemos lamentarnos por esta evidente injusticia. La escena interior puede servirnos también para la dramatización en relieve, dramatización espectacular en la que se puede intentar todo un proceso a los culpables y obtener plena justicia para la víctima demandante que somos nosotros mismos. Tal procedimiento es conocido en muchos niños y adolescentes, y la habituación a él permanece también en muchos adultos.

En tal dramatización interior justiciera el ser humano desempeña el papel múltiple de acusador y de acusado, de juez y de abogado defensor. Y del público, naturalmente. Están presentes "ellos" —los padres, el amante, el amigo traidor— y apenas pueden defenderse, tan aplastante es la evidencia de su gran delito. Está presente también la pobre víctima de su crueldad para la cual no es difícil que el abogado encuentre las palabras de un discurso patético tan conmovedor para todos que incluso el acusado se echa a llorar (lo que como efecto es imprescindible). ¡Ahora se ve quién es la víctima! Un chico tan bueno, merecedor de todas las atenciones del mundo, y especialmente del amor del acusado; un amante, un amador, un comprensivo; un amigo leal, fiel y generoso...

En estas dramatizaciones imaginativas incipientes, aún se le da al acusado la oportunidad de arrepentirse, de limpiarse de sus pecados, y de cambiar su actitud cruel. El kurtorectoide aún tiene esperanza. La sentencia es todavía la de la libertad condicional. En un grado más elevado de dramatización, la escena ya no es la del tribunal convencional, sino la del cementerio. La víctima ha muerto; este chico bueno, este amigo fiel, este amante perfecto. Los crueles presencian su sepultura. Hay también aquí discursos conmovedores y la veracidad anatematiza a los culpables. Ellos gimen y gritan de dolor: ahora que ya no se puede remediar nada, ahora ven a quién han perdido. ¡Qué golpe más terrible! Pero no hay nada que hacer: la han perdido para siempre. El muerto mismo es extraño. Está presente en su propio entierro, capaz de oír los discursos y los lamentos de los culpables. Y hasta de sentir cuánto le amaban de verdad.

A raíz de tales dramatizaciones imaginativas justicieras, el kurtorectoide siente una satisfacción semejante a la del obsesivo de conversión que ha encontrado su "solución" en lavarse las manos. La dramatización justiciera también puede repetirse en cualquier momento. Es verdad que de tales sentencias los verdaderos culpables no saben nada. La condena no tiene efecto para "ellos". A pesar de esto, es un alivio momentáneo para el director de la escena: es una comprobación de sus méritos, un desahogo en la self-pity intensiva, un modus supervivendi provisional aunque el mundo siga con su desamor, aunque la presión de la soledad vuelva a imponerse. El hábito de tales autosoluciones puede permanecer crónicamente como elemento compensador en la maduración de la persona aunque la dramatización pierda en relieve, e influir en el cambio de la postura vital. El hombre con este rasgo de carácter-temperamento infiltrado en la maduración preguntará de vez en cuando a su amada, a sus padres: y tú ¿qué harías si yo no volviera jamás de este viaje?

La dramatización imaginativa, siendo de gran intensidad emocional, tiene en la memoria la equivalencia de una vivencia real. En el orden mnésico ocupa el puesto —tanto como recuerdo (M-vi), como endoidea (M-id) y como tonus positivo (M-t)— una valencia de gran utilidad vital para lo futuro. Pero, confinada a la escena interior, esta valencia tendrá que ser revalorada según las experiencias ulteriores: o el kurtorectoide encontrará lo que busca o la vida traumatizante hará a la larga ridícula esta compensación impotente. De todas maneras, la self-pity le salvará de dos cosas: que la insistencia en su propio valor interno le lleve a la verdadera hybris paranoide, y que el tribunal interno se convierta en agresión imaginativa como en el obsesivo. Su postura es una protesta, una llamada dramatizante con una esperanza más fuerte que todas las desilusiones. Su desgracia viene de que "con los sentidos ardientes" y "con corazón lleno de amor" (Rousseau) tiene que comprobar una y otra vez que los demás no arden ni tienen sus corazones llenos, ni se dejan contagiar por el suyo. ¿Cómo puede entonces haber comprensión y aniquilarse la soledad?

En las sociedades occidentales prevalece todavía en muchas partes el concepto de que el sexo satisfecho libera por sí mismo a la persona de su soledad primaria. Este embrollo entre el amor humano y la copulación sexual [2], que continúa, y al que la Tiefenpsychologie freudiana añadió incluso en la ciencia su empuje desorientador, aún hace hoy día que la kurtorexia se enfoque desde el prisma sexual en primer lugar. Pero la reacción kurtoréctica abarca indistintamente las tres direcciones del comportamiento, las de conservación, procreación y creación, porque la incomprensión humana y el desprecio del otro pueden referirse a todas, y porque la soledad también se refiere a todas ellas. Contra ella los remedios reales son tan sólo la comprensión, la compasión y el amor, igual si la siente uno en una cumbre del poder, en el dormitorio, o con una obra de arte incomprendida. Si nuestra postura vital no encuentra acogida, la soledad se acentúa. Es la persona que está sola en este mundo, a pesar de cualquier simbiosis de los organismos. Tomemos como ejemplo el caso de aquel soldado norteamericano que desde el campo de batalla en Francia fue conducido a un hospital con la ficha de "trastornos histéricos", con colitis grave, taquicardia paroxística intermitente, dismnesias, etc. Bajo el bombardeo alemán muy intenso no dio señales de ningún ataque, ni se comportó cobardemente en la batalla. No temía la muerte. Pero por lo que desde dentro llevaba al encuentro del otro, este sensible maestro de una escuela primaria norteamericana también ocultaba en sí un verdadero espanto ante la horrorosa incomprensión humana que conducía a las guerras bestiales y estúpidas. Era incapaz de superar tal horror ante la barrera completa de toda incomprensión, ante este desierto perfecto de la persona sentenciada a su caricaturesco abismo de la soledad que es la guerra, siempre y a pesar de los frentes formales, un bellum omnium contra omnes. De su ficha clínica, cito aquí una sola frase que ilumina su disorexia: "Si al alistarme hubieran sabido qué horror le tenía yo a la bestia humana... —dijo a su médico—. ¡Me quejo, me quejo de haber sido forzado a ver todo lo que he visto!" No protesta contra su deber de ciudadano ni le importa perecer como cualquier otro de sus compañeros en la batalla. Pero le fue insoportable la verificación concreta del monstruo humano, y se desplomó la resistencia de su patior ante las experiencias crueles que le ofreció la guerra, cualquier guerra. Esta injusticia vital, infligida por "ellos", fue el trauma máximo para el, inmerecido, por cierto. Y todo se convirtió en espasmo de protesta en él: los intestinos, el corazón, la memoria.

 

4. El comportamiento

La maduración de la persona en el tipo kurtoréctico entre el valo-randum-optativum-optimum adquiere ciertos rasgos-actitudes habituales acentuados por las siguientes contradicciones:

1) antagonismo Cs: I interfactorial en un sector especial de la afectividad. Mientras la euhormia (+1) de las instintinas le empuja hacia el otro ser, éste carece de la estimulación positiva correspondiente a las necesidades concretas del kurtorectoide: —Cs ®> I. De esto resulta la frecuencia acentuada de la distonía de la soledad en el tonus afectivo-reactivo y un estado de inferioridad crónica;

2) antagonismo E : Cs : I interfactorial: oscilación E sobreactivada en solidaridad con el factor I y con tendencias compensativas frente al —Cs, que afirman la resistencia y conducen a la sobrevaloración de valores ("méritos") propios. De esto resulta la frecuencia acentuada de las sintonías de sobrecompensación autoafirmativa;

3) desproporción del patotropismo: el esfuerzo (AP) hacia el ajuste y la autocorrección interfactorial Cs: I  frecuentemente en frustración, mientras la tensión (TP) hacia el acto satisfactorio aumenta en intensidad y velocidad. La forma (F) y la más-forma de la persona (FF) están sometidas a la tirantez anisomorfa (asinergia patotrópica);

4) oposición en la maduración entre las vivencias optativas de rehabilitación proyectiva frente a la injusticia vital por un lado y las impotencias frente a la espera inútil de comprensión como valorandum peyorativo por otro, lo que conduce al comportamiento de exhibición y de dramatización del sufrimiento propio.

La maduración de la persona cogida entre las tenazas de tales contradicciones adquiere progresivamente un carácter espasmódico y paradójico en la valoración y en el comportamiento exteriorizado del kurtoréctico. Su fuerte efusividad le empuja a hacerse valer, pero las frecuentes experiencias negativas o la espera frustrada imponen al sensible cierta precaución y reserva: no puede exponerse ya al riesgo de traumatismos innecesarios y tiene que cubrir con bastidores y cortinas de defensa las escenas en las que exhibe su sufrimiento y sus deseos. Sus frases y sus gestos traducen estas antinomias también en la vida cotidiana y ya es un teatro patético. Exclamará ante los amigos o ante cualquier persona cuya atención le importe: "¡Ay, el hombre está condenado a vivir y a morir solo!". Pero, pronunciando la frase, le dará un aspecto de filosofía general, y la acompañará quizá con una risa que le quita la gravedad de experiencia directa, risa o gesto opuestos al sentido que la frase contiene. El verdadero contexto por debajo de la frase es en cambio el siguiente: "No veis, crueles e indiferentes que sois, que yo vivo solo e incomprendido, aunque no lo merezca; y que tendré que morir solo si esto continúa así". El sabe ya que los demás podrían reírse de su queja si la presentara de modo directo y personal, que podrían tacharle de ser un sentimental ridículo. Previniéndose contra tal fracaso innecesario enmascara su sinceridad y su necesidad de exhibir su sufrir situándose de antemano en un ruedo de payaso. El cree que con su llamada a la atención podría llegar a ser objeto de verdadera interpretación y que ha hablado con acento suficiente. Pero, por si acaso, para los sordos y ciegos se ha asegurado contra el fracaso bajo el teatro y la máscara. Esta estrategia del sensible tomará pronto en él un aspecto de generalización. La postura de payaso es la del escarmentado que puede a la vez exhibir su sufrimiento y enmascararlo ante los demás como si no fuera personalmente suyo, mientras le queda siempre la esperanza de que alguien bien calificado podría interpretarle según la verdad inmanente, no disimulada.

Pero al habituarse a tales procedimientos, por su efusividad corre un riesgo mayor del que él mismo no se da cuenta. El contorno al que se dirige, acostumbrado ya a sus "payasadas", no sabe qué es lo que de él debe tomar en serio, no distingue entre sus manifestaciones directas y lo que les presenta a su modo indirecto. El mismo se corta el camino de la sinceridad, del que, sin embargo, por su naturaleza, necesita fundamentalmente para manifestarse tal como es, ya que tan sólo este camino le libera de la incomunicación. Y en vez de obtener más intropatía de los demás, refuerza su propio aislamiento. Más aún, se encierra en su propia red de falsas manifestaciones: es más fácil vivir a través de este teatro.

Y sin embargo, por detrás de todo le aflige cada vez más la profunda necesidad de ser totalmente lo que es en presencia del otro, quizá la pasión suprema de su persona. Claro está que esto le sería posible tan sólo si encontrara al otro calificado para acogerlo en su totalidad, con amor, con la amistad que tanto añora. ¿Dónde está esta persona a la que espera y busca apasionadamente? ¿La encontrará o no? ¿Tendrá que pasar el resto de la vida valiéndose de esta doblez de vivir, comunicándose a los demás tan sólo en estas vaharadas disimuladas, en declaraciones de patetismo falso, en exotismos y paradojas, en alegrías ostentosas, haciéndose el chistoso cuando tiene ganas de llorar? Por debajo de todo esto parece valorar veraz y realmente, y se siente capaz de abrirse de una manera auténtica, siempre que haya alguien que le escuche también de la misma manera...

Pero con tanto escarmiento su sensibilidad se ha agudizado. Aun con las personas que le parecen de momento bienvenidas para empezar con ellas la convivencia auténtica de su ser tal como es, a la menor incomprensión por parte de ellas, acude a su defensa de disimulado: le parece que la verdadera huida de la soledad no es posible ni siquiera con ellos; que en este mundo no existe esta liberación con nadie y que siempre queda sin revelarse la mejor parte de su interior. La larga espera ha hecho de él un maximalista tanto de devoción al otro como de exigente; y la sobrevaloración de sus propios méritos no le induce fácilmente a la sabiduría de que lo que podemos exigir a los demás es de un fondo humano muy relativista. Cuando se frustra el optimum de sus esperanzas, otra vez acude a las defensas de escenificación. La vida, ¿tan sólo un carnaval?

Lo solía decir en alguna variación de sus payasadas, pero no lo creía por dentro. Ahora, cuando un nuevo escarmiento le aflige, ¿tendría que creerlo de verdad?

Si así fuera, significaría un cambio radical de su postura habitual hacia la vida. Se abriría tan sólo la evasión en la enfermedad ante un patior insoportable.

Es completamente inadmisible considerar clínicamente la infiltración de estas defensas introescénicas como algo realmente ridículo o como algo que cuando aparece inopinadamente se cura a bofetadas. Que es un sufrimiento falso y que el histérico se "expresa por expresarse" y para encubrir su insustancialidad en forma impresionante, como dice Hesnard. Es inadmisible también hacer de ellos una caracterología despreciativa proclamándoles —como hace Sluchevsky— "mentirosos, susceptibles, caprichosos, sin principios, afectivamente lábiles, vanidosos, sentimentales, [...], sexuados pero fríos en la práctica, volubles, lagrimosos, jactanciosos, chillones, exagerados"... y no sé qué más de tal lista de moralmente condenados. Tal caracterología no es seria, sino arbitraria: ¡cuántos no histéricos reúnen también estos atributos! Cuando tal tribunal de legislación dudosa pueda estigmatizar a los "histéricos" por principios moralizantes —y la clínica no es tribunal— se olvida de una cosa importante: que el sufrimiento subjetivo en estas personas es real y no ficticio. Y que la postura "histérica" ante la vida no es nada ajena a ciertos extremos a los que en los traumatismos afectivos pueda accidentalmente llegar cualquier persona normal.

Si tuviéramos espacio para ello, podríamos quizás enfocar aquí ciertos rasgos colectivos de histerismo en las comunidades, razas, naciones, grupos, etc-i Hubo épocas características pronunciadas de comportamiento "histérico". También en concepto internacional podríamos seguir los efectos que la tríada "kurto" del "contorno no comprensivo-self-pity dramatizante-antagonismos factoriales" han conducido a las comunidades a conductas espasmódicas y desorientadoras. Baste con subrayar aquí de paso que también este tipo de DOV debe considerarse como una variación más con la cual el ser humano en general toma sus posiciones frente a la imposición inevitable del patior subjetivamente considerado como innecesario.

 

5. La crisis

Equilibrista forzado, payaso diletante, efusivo incurable, sensible palpitante, actor que en vano busca a su público y cada vez más solo, el kurtoréctico al borde de su crisis es un ser atormentado bajo un disfraz de superioridad, y muy inquieto ante su espejo interior. La espera se ha hecho demasiado larga, la del diálogo auténtico, del encuentro libertador de la soledad. Y la esperanza que siempre le animaba ahora es objeto de un destello introspectivo de la realidad que surge en un momento de clarividencia bajo una nueva experiencia traumatizante, cualquiera de ellas. De repente ve como nunca hasta ahora que esto —la decepción del encuentro, la frustración del diálogo— siempre tiene que ocurrirle a él, a ella, que lo mismo le ha sucedido siempre, y que así continuará más adelante. Y que nunca —como lo formula Rousseau— su ardor interior llegará a encender la llama en un ser que le quiera de verdad.

Como suele darse en todos los casos en los que nos amenaza el desplome del andamiaje de la maduración progresiva, no solamente la dirección de la orientación futura, sino también el método mismo, empleado en lo pasado, se incluye en el interrogante. El melancólico empieza a dudar de que sus valoraciones de lo pasado eran verídicas y es lo peor que puede ocurrir a una persona que vivía de su verdad. El kurtoréctico no está tan preocupado por la verdad; su shock emocional le viene por la introspección fulminante de que toda su self-pity era una solución vana que no cambiaba nada en el mundo de "ellos"; que sus dramatizaciones eran baldías, paliativos sin eficacia, intentos ridículos de ocultarse ante la realidad que ahora le maltrata sin merced. Unos segundos son suficientes para tal estallido, para el reconocimiento de la auténtica realidad-verdad interior. El efecto inmediato es la angustia con su siniestro bajo continuo que surge en esta emoción torturante y con la pregunta básica de todas las grandes y pequeñas angustias humanas: ¿se puede continuar viviendo en esta nueva realidad?

Súbitamente, la tirantez del patior se ha hecho insoportable y la reacción de la postura vital en plena crisis es instantánea, pero su manifestación en actos tiene varias alternativas: o estalla momentáneamente el ataque convulsivo, el espasmo afectivo-muscular incontrolable, la parálisis, o bien la medida de la convulsión interior se hace menos espectacular, con el acecho de crisis permanente, pero con la misma clase de tensión dolorosa, angustiosa, agitante y sincopada.

Pero tenemos que inquirir por qué la misma pregunta básica —que no hace falta se articule racionalmente— de "si se puede seguir viviendo en la nueva realidad" conduce en el kurtoréctico a ataques y a parálisis, mientras en otros casos desemboca en la dismnesia, el suicidio o en otros tipos de la desorientación vital.

La respuesta a esta cuestión es orécticamente sencilla: porque el tipo ontogénico de la maduración de la persona que seguimos habitualmente durante muchos años, el edificio interior de nuestra persona, no es un juego de naipes, ni un vestido que podemos cambiar a nuestro capricho, sino una estratificación real hecha de "carne y hueso", de sustancias, partículas y ondas, una arquitectura autocreadora en toda regla y con un estilo más bien personal que convencional. Es un sistema de reacciones, una casa de abrigo y de refugio, o una fortaleza de seguridad y hasta a veces, una cueva de agresión delictiva. Este sistema funcional está fundamentado en el tipo ontogénico de todas las experiencias en su depósito mnésico, cuyos orden y jerarquía no son molinos a todo viento. El estilo de vivir es una convergencia de la forma hacia cuya reafirmación tendemos por haber encontrado en ella una solución de supervivencia y el cociente preferencial de la unidad entre lo innato y lo adquirido. Esta estratificación característica de cada persona, la postura vital, se defiende también contra la amenaza de la crisis por haberse conseguido ya un estilo de defensa habitual precisamente en cuanto a los puntos débiles de los cuales ningún organismo está exento.

Cuando al kurtoréctico le acosa la crisis, las defensas de la persona estratificada tampoco sueltan las riendas. Quieren valerse también en el punto crítico de la self-pity, la sobrevaloración de los propios méritos, su teatro justiciero sacudidos, ahora ya, por un cúmulo angustioso de todos los antagonismos espasmódicos que hemos señalado. El gran cambio de dirección que se presenta en la crisis, provocado por el destello de la "nueva" realidad, estriban ahora principalmente en la experiencia de que el sufrimiento y la verdadera persona, mientras se queden acotados en el foro interior de soluciones, son completamente inútiles. Dicho de otro modo sencillo, en terminología macroréctica: hay que romper el coto de la interiorización y exhibir el patior acumulado, exteriorizar la llamada frente a "ellos", desechar las máscaras, comunicar lo que se ha llegado a ser de verdad. La convocación de los culpables ante el tribunal, sí, pero ya no imaginativa. La demostración de que se es una víctima, pero ahora ya al alcance de todos los públicos de "ellos". Una protesta radical contra lo que los crueles y los indiferentes de este mundo hicieron de su víctima, el intento desesperado de convertir la self-pity en la compasión de los demás. Una acusación demostrativa. Un casi-suicidio dramáticamente escenificado, pero aguijoneado por la desesperación y la angustia reales, profundamente sentidas.

Se ha descrito este teatro de los ataques histéricos. Contorsionándose, cayéndose al suelo, el kurtoréctico no cae fulminado, no se hace daño, a diferencia del epiléptico; y sus convulsiones aumentan en presencia de otros. Esto es lógico, dado el carácter de su disorexia: tal costosa llamada demostrativa está hecha para "ellos", está dirigida a "ellos" La persona, estratificada hasta ahora aún defiende sus métodos de maduración, su estilo interior. Es un intento supremo, respaldado por las instintinas intactas, euhórmicas e hiperhórmicas, de hacer cambiar radicalmente y de golpe el negativismo de la estimulación —Cs, el gran obstáculo crónico de la huida de la incomunicación.

 

6. La convulsión y la parálisis afectiva

Hemos reducido deliberadamente nuestro análisis de la kurtorexia a sus rasgos valorativos esenciales de mecanismo nosológico. La sintomatología clínica concreta es más rica en variaciones y detalles, aunque la histeria, como también la esquizofrenia, sirven según la época como etiquetas para muchas DOV que no pertenecen al caso. Nuestro esquema analítico de la kurtorexia también es pobre en su seca terminología, frente al sufrimiento y al infierno interior que aflige al enfermo. Pero aun siguiendo por el camino de simplificación, queremos subrayar que en los actos exteriorizados con los que prorrumpe la crisis y la desorientación consumada, el tipo fundamental de la valoración se mantiene: lo espasmódico de la exteriorización ha sido preparado y condicionado durante mucho tiempo por lo valorativamente espasmódico de aquellas emociones, sintonías y distonías contradictorias. El relieve exteriorizado en la convulsión ha tenido desde siempre su codaje de instrucciones habituales de carácter antagónico, crispado. Sobra decir que tales sistematizaciones de la maduración de la persona, para adquirir la naturaleza de postura vital, tienen que ser respaldadas por las profundas capas de la microrexis, por la acomodación adecuada en los sistemas subyacentes de los factores, en la habituación de los fisioquimismos que componen el subsuelo de lo afectivo.

Pero hasta ahora estos antagonismos no han llegado a invadir totalmente los músculos efectores, como no fueran los de la cara o de los brazos que con muecas torcidas o con gestos patéticos del histérico a veces demostraban su acecho, su latencia. Para el estallido de una movilización general de la musculatura bajo el mando de las instrucciones contradictorias faltaba la acción del conmutador de alarma que se pone en marcha con el destello de la concienciación de la inutilidad de lo pasado y con la consiguiente angustia atroz. Creo que no es injustificada endoantropológicamente la comparación del preestado angustioso del kurtoréctico ante la convulsión exteriorizada con el "aura" del epiléptico que preconizan varios autores.

Vista macrorécticamente, la curva-contorsión kurtoréctica es producto exteriorizado de dos valoraciones emocionales contradictorias que llegan como instrucciones antagónicas de ejecución al mismo músculo, sin dejarle el tiempo-espacio suficiente para realizarlas por separado una a una. Procedentes de la crisis angustiosa que engloba a todo el organismo-persona, de estos antagonismos ejecutivos, de estas dos instrucciones una es paralizante y otra activante. Su significado en términos de la macrorexis y personológicos, refleja por una parte la impotencia total de las defensas pasadas ante la nueva realidad; es el mando del paro. Por otra parte viene —con una sucedaneidad que es casi equivalente a la simultaneidad— el mando de exhibir todo el patior insoportable en una descarga única, acumulativa. Es el mando de la activación. Lo que en tal ejecución desdoblada con gritos, caídas, arrastre y contorsión se presta a los ojos del observador es una escena caricaturesca porque en la, mayoría de los casos los cuerpos en contorsión dan la impresión de cuerpos sanos; no se ven heridas ni fracturas. En este campo de batalla el enemigo tampoco es visible. ¿No es todo esto tan sólo simulación de un mal inexistente, una postura de estrategia? Para el enfermo, al contrario, el implacable enemigo está bien presente: "ellos", los traumaturgos...

Entre los dos antagonismos en la convulsión prevalece el de la activación; en la glyptorexia el del paro, pero el punto crítico es el mismo. El paro funcional de un órgano o de toda una serie de dispositivos con efectos disfuncionales crónicos (ceguera, hemiplejía, inmovilización de funciones neuromusculares, amnesia, etc.) es esencialmente un paro oréctico que preferentemente atañe a un locus morbi predispuesto a desplomarse bajo un shock emocional. Y el shock viene porque ha desaparecido la esperanza de que la onerosa relación —Cs: +I cambiaría en lo futuro. Para que el efecto disfucional se produzca no hace falta ninguna lesión de la estructura, llamada "orgánica". Basta una cierta medida y modo de desintegración factorial, un desajuste patotrópico en la integración ICEHf, por la cual las fases de la elaboración del estímulo pierden la capacidad adecuada de excitación, de patibilidad, sea por hipo o por hiperexcitación. Tampoco hace falta que el estorbo interfactorial llegue a una escisión de tipo esquizoide. Es un paro demostrativo, un "suicidio" parcial, una disfunción que sirve de argumento en la postura dramatizada. El brazo se paraliza mientras que el resto del organismo-persona hace todo lo posible para mantener las demás funciones por las vías de la autocorrección, dando así su placet al uso crónico para la parálisis local o regional.

En la interpretación de tales fenómenos paradójicos, varios autores se han servido de explicaciones plausibles, casi podríamos decir, literarias, que no son injustificadas. La ceguera se produciría para no ver al mundo cruel; el brazo se paraliza para no servir más como instrumento de las llamadas dirigidas a los demás, las amnesias histéricas suelen reducirse al olvido de las cosas personalmente desagradables que el análisis puede llegar a descubrir, etc. La intuición de tales' explicaciones subraya los orígenes afectivos de este mal y solamente cojea por sus conceptos^ dualistas de psique y de soma. Para nosotros, que hemos podido descartar radicalmente tal prejuicio tradicional y para los que lo afectivo es la base de toda la orientación vital hacia la supervivencia, el síndrome glyptoréctico de parálisis no tiene más misterios que todo lo demás que se oculta a nuestro entender en las honduras de la célula. Si admitimos que cualquiera de las emociones, por ejemplo la self-pity, necesariamente tiene su traducción fisicoquímica, como una variedad de la orientación; si los antagonismos interfactoriales de tipo especial, de los que hemos hablado, el dinamismo antitético de las sintonías y distonías crónicas habituales, en el kurtoréctico producen una postura vital con sus valoraciones características, y si estas valoraciones necesariamente llevan sus transcripciones fisicoquímicas, la lógica del espasmo muscular o de parálisis "demostrativa" en el kurtoréctico nos parece sucederse por caminos consecuentes y coherentes vistos desde su punto clave de interpretación de comportamiento: nada puede darse en lo ejecutivo que no haya sido dado en lo valorativo. La convulsión espasmódica tiene su codaje en la valoración emocional espasmódica. Como también lo tienen, por sus desviaciones y con sus características especiales, los actos en las demás desorientaciones vitales.

Francamente, creemos que tales fenómenos biósicos como estas convulsiones y parálisis afectivas son inexplicables por vías dualistas por la simple razón de que nadie hasta ahora ha podido trazar las fronteras entre lo "psíquico" y lo "somático". Nosotros no las vemos ni creemos que existan. En los actos de la más elevada creación humana vemos la finísima obra de las células, con funcionalidad biológica unitaria en todos los niveles del organismo-persona, y estamos satisfechos cuando podemos descubrir alguna ley de su orden maravilloso en lo cognoscible, apoyándonos intuitivamente en este orden y su bio-lógica también cuando estamos acosados por lo inexplorable de sus secretos funcionales microrécticos. El unitarismo de los métodos en la supervivencia, y por lo tanto de todo el comportamiento normal y anormal, es para la teoría oréctica una ley que rige en todos los sitios del organismo, de igual imposición en la macrorexis más fácilmente controlable, que en la microrexis más escondida. No hay diferencia en cuanto a los métodos de supervivencia entre el consciente y el subconsciente. Es lícito concluir desde los fenómenos de la concienciación sobre las raíces de la misma funcionalidad por debajo de ella. Siempre que en estas conclusiones no nos precipitemos con facilitaciones racionalistas, demasiado abstractas frente al dinamismo bio-lógico.

 

Resumen de la postura vital kurtoréctica vista macrorécticamente

1. Constelación factorial típica: — Cs ®>: Hf  E <® I;

(insuficiencia de estimulación en el factor exógeno social frente a la euhormia instintiva, respaldada por el ego y la estructura).

2. Orexis fásica típica: protofase cognoscitiva (e): normal en la recepción de estímulos Ce; deficiente en cuanto a la recepción de los estímulos de amparo, protección y comprensión Cs;

metafase emocional-valorativa (e): expansiva en las emociones positivas;
apofase volitiva (v) y aptofase del acto (a) correspondientes a la metafase;
perifase del tonus (t): normal fuera de la distonía de la soledad acentuada.

3. Patior: esfuerzo patérgico: insuficiente en el ajuste interfactorial del Cs;

tensión dinamórfica: creciente hacia los actos concretos de corrección patérgica;
desproporción (asinergia) patotrópica.

4. Tipo de valoración habitual: realista y verídica en general;

espera y esperanza de que las insuficiencias Cs cambien;
mientras tanto, preferencias hacia la self-pity justiciera, dramatizante, y espasmódica.

5. Ecforias mnésicas: normales y abundantes;

fuerte imaginación e ideación.

6. Autovaloración: aceptación: crónicamente forzosa en cuanto a ciertos estímulos especificados, desagradables;

soportación: tiempo sin recorte;
resistencia: sobrecompensativa.

7. Maduración de la persona: concienciación: normal;

coestesia vital: fuerte acento de la unicidad ontogenética;
tipo de maduración: autocreación preocupada por la eliminación de la distonía de la soledad;
valorandum: mezclado con la estimación de la culpabilidad de los demás;
optativum: con fuertes tendencias de conseguir la comprensión de los demás;
optimum: en frustración crónica por los contactos con los demás;
método de maduración: inferioridad sobrecompensada autárquicamente por la self-pity y la acentuación progresiva de propios méritos;
persona interior-exterior: ante los escarmientos de la experiencia, enmascaramiento de la persona exteriorizada;
antagonismo entre la sinceridad necesitada y la expresión disimulada;
sociabilidad: impulsos fuertes hacia el otro;
verdad y error: introspección que confirma subjetivamente la verdad del sentir ofrecido a los demás; el error estriba, pues, en la actitud de ellos.

8. Postura vital ante la crisis: la vida es injusta y no permite que uno sea lo que es potencialmente aun siendo merecedor de tal justicia vital.

9. Postura vital en la crisis: la soledad se hace insoportable;

los demás no me conocen ni saben cuánto me han hecho sufrir;
no hay esperanza de que esto cambie;
antes de morir les mostraré todo mi sufrimiento sea como fuere.

El ataque convulsivo o paralizante es un acto de desesperación, pero sin agresión. El kurtoréctico queda fiel a su postura autárquica: como la self-pity y otras dramatizaciones, corre a sus propias expensas. El relieve del sufrimiento es esculpido en su propia carne. Ni conflictivos como los "psicópatas", ni agresivos como los delincuentes, estos sensibles contorsionistas son amadores de la vida y del otro, aun cuando parecen rechazarlos definitivamente. En el fondo, ni siquiera en pleno ataque pierden la vislumbre de la posible reversibilidad de su situación desgraciada. Ciertos éxitos provisionales de la terapéutica sugestionante lo demuestran. Porque los efectos de la sugestión se basan fundamentalmente en el recondicionamiento del factor Cs, una cosa que los kurtorécticos desean y buscan durante toda su vida y de lo que la traumatología social se descuida tan fácilmente en la familia y en otras relaciones interpersonales sembrando aguijones y cácteos en las tierras humanas que esperan semillas de mimosas y de sensitivas. También éstas tienen derecho a florecer tal como son.

Definición. La kurtorexia es una DOV procedente de la. escasez traumatizante de la comprensión intropática de los demás en una persona sensible y efusiva con efectos de provocar en ella la distonía de la soledad en oposición con la euhormia y la sobrevaloración propia contra lo que ella se defiende mediante la compasión hacia sí misma y la aromatización imaginativa de su propia situación considerada subjetivamente como injusticia vital inmerecida. Si por la decepción estas defensas se muestran insuficientes, la crisis de la postura vital se abre con angustia que impulsa al desorientado a exhibir su sufrimiento acumulado en ataques convulsivos o paralizantes.

 

7. Glosa sobre Balzac

No todas las posturas kurtorécticas llevan al ser humano que acusa sus rasgos en la maduración de la persona a los extremos de estos ataques. Tampoco son frecuentes los casos de kurtorexia complicada como el de "Eva White-Eva Black" [3]. Sin embargo, la antítesis "soledad-contorno indiferente" acerca a muchos a las situaciones interiores que no están lejos de la postura "kurto", aunque sea provisionalmente. El sentimiento de la self-pity y la necesidad dramatizante son facilitados por las sociedades en las que reina mucha hipocresía, y la soledad no disminuye en una civilización en la que el tiempo de la atención hacia otra persona se corta, entre otras cosas, también por la organización tecnocrática creciente. La búsqueda de un humanismo superinstitucional, acentuada en nuestros tiempos de gran crisis colectiva de valores, se mueve alrededor de los problemas de la incomunicación y de la compasión, aun cuando estas palabras no se filtren en las ideologías.

No tenemos que ir a la clínica para encontrar las frecuentes variaciones de esta DOV en el sufrimiento humano. Cualquier vecindad basta para ello. También las conocen los grandes creadores de la humanidad. Balzac, el genio de la Comedie Humaine, nos ofrece unos típicos rasgos "kurto" por los que parecía sufrir mucho, aunque ni él ni Rousseau llegaron a la desorientación final por esta línea: la autocreación vigilada los salvó a los dos. Pero ambos sintieron su aguijón crónico incluso en plena madurez.

Casi cincuentenario, Honorato de Balzac escribe a la señora Hanska:

Nunca tuve madre; hoy, el enemigo se ha declarado. No te he revelado jamás esta herida; era demasiado horrible, y hay que verla para creerla... Apenas llegado a este mundo, me buscaron una nodriza en la casa de un gendarme, en la que permanecí hasta la edad de cuatro años. De cuatro a seis años estuve a media pensión y con seis y medio me mandaron a Vendôme, donde me quedé hasta cumplir catorce, en 1813, no habiendo visto a mi madre más que dos veces...

Esta queja la formula un escritor ya en toda su gloria. Encuentra necesario comunicársela a su gran amor que era Hanska, a una persona altamente calificada para comprenderle. Y ni siquiera a ella lo había comunicado antes este gran sensible escarmentado; escoge un momento de apogeo en la sinceridad para mostrarse tal como es íntimamente, encorvado bajo aquella herida que nunca ha podido cicatrizar. Durante la mayor parte de su vida le roía esta úlcera afectiva sentida como injusticia vital y de la que no pudo hablar a nadie por la angustia de no ser debidamente comprendido. La enmascaraba bajo le teatro de su gran temperamento, esperando la hora de la sinceridad y franqueza que bien hubiera podido convertirse en una esperanza vana.

La dramatización es un rasgo frecuente en Balzac. A los veintidós años exclama: "¡Ojalá no hubiera nacido jamás! ¡Uno es tan desdichado solo, tan desdichado en la sociedad, en la vida!" (a su hermana Laura). Es la protesta típica de un solitario; y es ya una convocación ante su tribunal autárquico de la sociedad, de la misma vida, del Bíos injusto. El se tiene compasión a sí mismo y se refugia en ella. Dramatiza también en pequeñas cosas cotidianas que adquieren a veces un aspecto ridículo, de payaso. A Auguste Borget se queja, por ejemplo, de que se le cae el pelo, ¡pero de qué manera patética lo hace!

Ya que os interesáis siempre por mi pobre yo [sic!], os daré una triste noticia: cuando volváis, ya no podréis ver aquel bonito pelo que amáis, al que ama mi madre y otros también. Se me cae a puñados todas las mañanas y se encanece todas las noches. Los trabajos exorbitantes de mis quince o dieciocho horas diarias se lo llevan todo.

Sorprendemos a un genio en su pequeñez cotidiana; la pérdida del pelo no nos parece tan trágica como a él, y las palabras que emplea para escenificar tan "triste" noticia son gritos pueriles. Pero son sintomáticas para una postura vital "histérica" en la que la self-pity actúa habitualmente para infiltrarse también en esta carta. La frase siguiente toca ya a un problema más importante. El trabajo en sus obras es el gran sostén de su vida. Y sin embargo, a veces se pregunta si los demás le comprenderán, si por este lado podrá salir de su soledad. Si no, que sus quince o más horas de trabajo forzado se lo "lleven todo", salud, libertad, descanso, que venga el tiempo del olvido, si no hay liberación de la soledad mediante el amor y la comprensión. ¡Incluso aumentando la soledad! El éxito y la comprensión no son la misma cosa, Aunque la obra plazca, ¿cuántos son los que la comprenderán de verdad? Con esta pregunta solapada sus "quince horas" de labor esclavo ¿no están en desproporción inmerecida con lo que de comprensión deseada pueda venir pero siempre incomunicada por los lectores anónimos?

La obra del creador es un impacto que absorbe y esclaviza, que a veces se lleva todo el resto del que aún vive el hombre. Es cierto que trae grandes satisfacciones acumulativas, pero no es ninguna garantía contra la soledad de la persona, si no es un riesgo más en su favor. De ésta tan sólo salva la directa comprensión intropática de un ser vivo;

el amparo está en el calor humano inspirador de la sinceridad radical de hombre a hombre. El creador se manifiesta, es verdad, y se comunica en lo más íntimo de su ser tal como es. Pero la obra ya es un mediador, y muchas veces es un mediador enmascarado, mientras que la comprensión de un amigo, de un amante, cuando es atenta y penetrante cae sobre el interior desnudo, lo más directamente posible.

El hombre Balzac la necesitaba como cualquier otro. Miraba al artista Balzac sabiendo que las dos hambres no se apagan mutuamente. Es todo un documento para confirmar nuestro concepto sobre la importancia de la distonía de la soledad aquella corta pero densa exclamación suya: "¡Trabaja, pequeño autor de la Comedie Humaine! Paga tu lujo, expía tus locuras, y espera a tu Eva en el infierno del tintero y del papel blanco!...".

Lujo y locura, el arte; el escribir, un infierno. La redención suprema: la espera de Eva. Una confirmación de esta postura vital se encontrará también en aquellas palabras suyas: "¡Si la gente supiera con qué fuerza se lanza un alma solitaria —y a la que nadie hace caso— hacia un afecto verdadero!".

Primordial, honda y anterior al hambre y a la sed, es la aviditas vitae que quiere recuperar el amparo de la placenta con el nacimiento eliminado, signo insobornable de nuestra unicidad.

 

Notas:

[1] Véanse, sobre la distonía de la soledad, las páginas 448 y s. en El hombre ante sí mismo.

[2] Véase El hombre ante si mismo, pp. 580 y s.

[3] Caso famoso y discutido de maduración alternante en la misma persona que permitía a la misma vivir su postura vital ética y la antipostura con equiparación de vivencias correspondientes, debido a una insólita acomodación de las ecforias mnésicas, y al respectivo paralelismo de la co-estesia vital que aislaban con la cortina del olvido el vivir ético disciplinado y el que se liberaba de tal disciplina, sin que la unidad de la persona kurtoréctica se escindiera hacia la esquizoréctica.

© Biopsychology.org, 1998-2006

 
Última actualización:
21/03/06