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Emoción y sufrimiento. V.J. Wukmir, 1967.

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12. Erizorexias

«Selflovers will set a house on fire,
and it were but to roast their eggs.» 
(Los egoístas prenderían fuego a una casa aunque
 tan sólo fuera para freírse un par de huevos.)
F. BACON

 

1. La coexistencia conflictiva
2. El hacerse valer
3. El poder injusto
4. La traumaturgia legal
5. Breve nota sobre un largo tema: individuo y sociedad
6. El sadismo de la escena íntima

 

1. La coexistencia conflictiva

Como traumatizante, el otro puede ser simplemente un ignorante involuntario de nuestro sufrimiento, un ser que carece de dones de atención, de comprensión, de amor y de compasión o un diletante en la fina sabiduría de cómo aplicarlos. Esta categoría muy numerosa de traumaturgos sociales tiene un papel importante como engendradora de las DOV kurtorécticas y anankásticas. La otra se recluta principalmente entre varios tipos de la traumaturgia deliberada, intencional, tales como los llamados "psicópatas" y los delincuentes.

En la teoría oréctica llamamos a las orexis que sirven de base para tales posturas agresivas erizorexias y ektrorexias (erixw = "estar en conflicto", ecqroz = "enemigo"). En cuanto a las primeras, la denominación de "psicópatas" nos parece sumamente inadecuada porque emplea el vocablo indefinible de psique, ligado con el patior o lo patológico y reducido tan sólo a unos casos especiales como si todas las demás DOV no fueran también "patías" de la psique. Otra costumbre tradicional es llamarlas "estorbos de carácter", lo que tampoco nos dice gran cosa si, como es frecuente, no definimos el carácter. También se aplica a esta clase de DOV el término de inadaptados, pero todas las desorientaciones vitales caben dentro de ciertas interpretaciones de la noción "inadaptación". Es verdad que los llamados "psicópatas" son una categoría nosológica muy vacilante entre lo coexistencial-mente normal y lo deliberadamente conflictivo, pero lo conflictivo (erizo) es típico en ellos y por esto nos hemos adherido a este neologismo. Muchas veces, y con criterios diferentes, los autores han emprendido una clasificación exhaustiva de esta categoría. Sin embargo, tanto las ca-racterologías-clave normales como las patológicas de esta índole tienen que fracasar por un lado a causa de la enorme variabilidad ontogénica de las personas y, por el otro, a causa de la ausencia de conceptos unitarios sobre la naturaleza de lo afectivo.

Hay que añadir a todo esto que pocos conflictos de tipo erizo llegan a la clínica, la cual, abarrotada por otras DOV, tiene poco sitio para los "caracteres" malos y difíciles. No obstante, el número de los erizorécticos es enorme, y el mal innecesario que ellos producen en la sociedad humana también lo es. Pero los efectos de su agresión nefasta quedan confinados a la familia, a la fábrica y a la oficina, y a otras instituciones de la estratificación social en las que su agresión es tolerada, soportada y mal resistida por cien razones de la jerarquización social. Por todas partes estos hombres desagradables, difíciles, negativos, asociales, destructivos provocan conflictos innecesarios, sembrando miedo y odio para los cuales no tenemos instrumentos de fobometría y misometría que nos harían más falta que los tests de la inteligencia. Y si bien sabemos que son productos de una maduración desviada por errores y fomentada por ontogénesis, tal vez viciada a su vez por agresiones de los demás, ni la clínica ni los consultorios endoantropológicos llegan a ellos, por el simple hecho de que muchos se creen sanos y normales y no tienen ningún motivo para pedir consejos a los peritos. Por otra parte, los familiares de un padre déspota, los subordinados de un jefe cruel, los soldados bajo el mando de un sargento sádico no pueden conducir a sus respectivos verdugos a un psiquiatra. Muchos gamberros, azotes de la familia, no llegan siquiera al correccional porque la familia prefiere soportarlos por vergüenza.

Pero estos desorientados plantean los mismos problemas de la personología como todos los demás: problemas de lo innato y de lo adquirido; de las interrelaciones entre los factores; del individuo y de la sociedad; del patior y de la maduración de la persona. Más que clasificarlos precipitadamente, hace falta explorar el porqué oréctico que les vuelve despóticos, intolerables, fanáticos, exclusivos; o fácilmente irascibles, vindicativos, cínicos, insolentes; o bruscos, salvajes, crueles, sádicos, etc., y esto incluso con las personas que por una lógica racional o por las premisas de la coexistencia social no merecen tal trato injusto y que, aun admitiendo la clásica lucha entre las generaciones, la sobrepasan cayendo en lo irracional y lo incomprensible.

El endoantropólogo difícilmente puede admitir que los acontecimientos institucionales del factor Cs por sí solos sean capaces de asegurar la higiene no conflictiva de las sociedades, como pretenden algunas ideologías religiosas y sociales. Los esquemas, las estereotipias, el talansterismo social y societal, las normas, las leyes y las regulaciones racionales son tan sólo cuadros y márgenes para ciertas líneas generales de la coexistencia forzosa, insuficientes siempre para la convivencia interpersonal. El factor exógeno Cs es tan sólo un factor entre los cuatro o cinco que componen el comportamiento. Todo el institucionalismo normativo del comportamiento humano, si bien puede favorecer —o no— la maduración sana de la persona, es además siempre racional y racionalizante y necesariamente tiene como contrapartida un enorme montón de fenómenos bio-lógicos, es decir, arracionales, que desde dentro determinan la conducta de cualquier ser vivo. La lógica formal y la bio-lógica en sus relaciones mutuas, que se reúnen en la escena interior de la experiencia afectiva, llevan el signo del antagonismo factorial. Al lado del institucionalismo exógeno social, cada hombre tiene que contribuir mucho con sus esfuerzos personales para que el condicionamiento total de su comportamiento llegue a una forma autoafirmativa. Y también el otro, por encima o por debajo de los esquemas normativos, puede contribuir mucho a que la vida de la persona individual se haga soportable o feliz. Este otro puede a veces remediar todas las insuficiencias del institucionalismo y hasta sustituirle en uno a toda "la" sociedad. La convivencia es elementalmente interpersonal, creadora e irradiante y no hay falansterio ni paraíso terrenal que pueda sustituir esta necesidad primordial por una organización.

Podemos rebelarnos contra las instituciones malas, insuficientes, injustas y hasta abolirías con guerras y revoluciones. En el trasfondo de los rebeldes encontraremos siempre un motivo interpersonal que define y determina la intensidad y el carácter de su rebeldía. Al fin y al cabo, "la" sociedad y "la" institución son siempre una abstracción que se concreta a través de las personas que las representan.

Sin abrir brecha aquí al vasto capítulo "individuo-sociedad", queremos subrayar que en contraste con el obsesivo en el que la norma establecida tiene mucha importancia, la DOV erizoréctica pone el acento sobre el poder personal en las relaciones humanas, poder privado y afectivo.

 

2. El hacerse valer

El querer-sobrevivir, el poder hacerlo y el saber cómo lograrlo son los tres aspectos de la orientación vital del organismo-persona, de su autorrealización y autoafirmación. Estas tendencias generales rigen el continuo patotropismo del "más o menos" y la forma, la "más-forma" se mantiene o merma en la medida en que la autoafirmación se logra o no. En la coexistencia-convivencia, el calidoscopio de las relaciones interpersonales gira alrededor de unas necesidades que podríamos resumir de la manera siguiente:

I. Estar protegido y poder proteger a los que necesitamos para la autoafirmación.

II. Ser algo o alguien a los ojos de los demás.

III. Tener éxito en eludir el mal subjetivamente sentido como obstáculo de la autoafirmación en las relaciones con los demás.

IV. Ser comprendido y amado; comprender y amar.

V. Llegar a ser lo que se es potencialmente.

I. Falta de condiciones necesarias en cuanto a la protección pasiva o activa a causa de:

a) la separación de cosas-abrigo (familia, casa, personas, instituciones);
b) la difícil comunicabilidad de lo subjetivo (soledad);
c) la inseguridad ante los riesgos de la coexistencia;
d) la mala suerte en sus aspectos sociógenos;
e) la impotencia frente a la organización social desfavorable;
f) la transición por el cambio continuo evolutivo;
g) el impacto de la enfermedad, del accidente y de la muerte en sus aspectos sociógenos.

II. Falta de condiciones necesarias para ser algo o alguien a los ojos de los demás, a causa de:

a) la coexistencia forzosa;
b) la incomprensión de los demás;
c) la injusticia vital;
d) la injusticia societal de instituciones;
e) la frustración de la autoafirmación causada por los demás;
f) el fracaso de los esfuerzos en las relaciones interpersonales, causado por los propios errores del autorrealizador.

III. Falta de condiciones para evitar el mal innecesario a causa de la imposibilidad de:

a) valorar adecuadamente;
b) cumplir los actos de valoración;
c) corregir las valoraciones erróneas;
d) prevenir los traumas afectivos;
e) soportar los efectos de los traumas afectivos sociógenos.

IV. Escasez de comprensión y de amor:

a) de los demás hacia uno mismo;
b) incapacidad propia de comprender o de amar;
c) falta de la compasión de los demás;
d) falta de la compasión propia hacia los demás.

V. Falta de condiciones sociógenas en la maduración de la persona a causa de:

a) la sobrevaloración reactiva propia frente a los traumas sociógenos;
b) la imposibilidad de compaginar la persona interior y exterior en los actos de comportamiento;
c) los obstáculos que los demás le ponen a uno en seguir la vocación propia.

En esta lista de balances negativos en la orientación vital no vemos la palabra inferioridad. Aunque la lista no es exhaustiva, el no mencionar la inferioridad no es ninguna omisión, ya que la mayoría de esas faltas de condiciones nos colocan en un estado de inferioridad ante la realidad concreta de la experiencia personal, lo asequible y lo inasequible de nuestros deseos ante lo que la vida podría ser si la falta y el obstáculo no se presentaran: Mucho antes de llegar a ser un "complejo" especial, la inferioridad es un aspecto general del patotropismo y un dinamismo antitético de la condición humana tout court. Pero muy frecuentemente es un aspecto erizoréctico, una fuente de conflictos que tiene su gran importancia en el comportamiento normal y patológico.

Lo erizógeno en nosotros disminuye en su presión conflictiva en la medida en que nuestras autoafirmaciones frente al factor Cs se convierten en positivas, con lo que se logra no solamente la no inferioridad relativa del organismo, sino también la promoción de nuestra persona, tal como es o tal como quisiéramos presentarla en la valoración de los demás.

En una vida humana la escala de tal promoción es variada y llena de matices de inferioridad subjetivamente sentida. Ninguna sabiduría humana puede prescindir de ella en lo optativo de las valoraciones. Avanzamos —o no— por los escalones de esta promoción de reconocimiento por parte del otro

desde el puro número, objeto, espécimen genérico hacia la promoción en un ser humano;
desde un fenómeno neutral simplemente percibido, hacia un motivo de curiosidad y de interés del otro;
desde una partícula social anónima hacia un particular escogido por el otro;
desde un miembro abstracto de la sociedad hacia un objeto de atención por parte del otro;
desde un hombre cualquiera hacia uno que es alguien a los ojos de los demás.

La promoción se gradúa si llegamos a ser a los ojos de los demás:

en vez de un simple otro, un semejante;
en vez de un compañero convencional, un ser con iguales derechos en el sobrevivir;
en vez de un igual ante la norma, un ser que tiene derecho a su propio estilo de saber-vivir;
desde un semejante hacia un prójimo;
desde el prójimo hacia el unido con el otro;
desde el hombre con destino aislado hacia el participante en el destino del otro.

Y la promoción sigue a medida en que la persona evoluciona:

desde el instrumento de las satisfacciones del otro, a alguien que merece las suyas ofrecidas por el otro;
desde el explorado estratégicamente, al conocido responsablemente;
desde el conocido por sus propios esfuerzos, al reconocido por sus méritos;
desde el ser solitario, al de la vida compartida;
del incomprendido, al comprendido en la verdad de su persona;
del que sufre innecesariamente, al aliviado por compasión;
del que busca amor, al amado.

Esta escalera nos lleva desde la coestancia mecánica, la coexistencia forzosa, la conllevancia de los egoísmos paralelos hacia la convivencia comprensiva, nuestra máxima promoción social.

Para hacerse valer y subir la escala de la promoción, cada ser humano dispone de un montón de energías que emplea espontáneamente y otras que pide prestadas a su contorno cósmico y social. Su supervivencia depende de cierto equilibrio básico entre este poder intrínseco y el potencial energético suministrado. El estudio del tropismo empieza por aquí. Más cerca de la terminología de la persona, este lenguaje de abstracta biofísica se traduce en términos de que el verdadero poder de la persona es intrínseco, el de las propias fuerzas, y que, si éstas se valoran adecuadamente, lo que sobra o escasea en los suministros del contorno será superado con menos dificultades, esfuerzos y tensiones. Simplificando aún más: no pediremos prestado lo que no puede darnos el contorno y contaremos con nuestras propias fuerzas, reales y verídicas. Nos haremos valer y desearemos nuestra promoción social dentro de este marco, siempre posibilista y relativo, en buen conocimiento de nuestra propia medida del poder.

Pero este alto arte de saber-vivir no es un gran fuerte de nuestro género, aunque tanto la filosofía como la ciencia están por lo menos en esto de acuerdo en que de tal equilibrio básico depende el buen vivir. Para lograr sus propósitos, la evolución nos ha dotado de gran aviditas vitae, de cierta sobredosis de insaciabilidad, y para fomentarla nos ha regalado mucha fuerza de imaginación, pero no ha prolongado el tiempo útil de nuestro género. Entre el vuelo optativo de la imaginación y la tenaza implacable del tiempo corto, acecha el peligro de la valoración errónea en muchas cosas, y entre ellas también el de la estimación equivocada sobre el poder espontáneo e intrínseco que creemos poseer pero que de hecho no poseemos.

Viendo este problema omnihumano aún más acercado a nuestro tema de las desorientaciones vitales, varias salidas se presentan para su solución posible. Como siempre, la mejor será revalorar el error. Un melancoloide lo hará en responsabilidad consumada hacia sí mismo y su estilo de vivir. Otros, como el histérico o el obsesivo, pedirán a los demás que remedien la carencia del poder que ellos no tienen. El erizoréctico, para hacerse valer y obtener su promoción, procederá de otra manera: se comportará como si lo tuviera, espontánea e intrínsecamente.

 

3. El poder injusto

La DOV erizoréctica nace afectivamente bajo las condiciones generales siguientes:

1) una inferioridad que hubiera podido ser liquidada desde dentro mediante una superación directa se encamina hacia las vías de compensación;

2) la compensación no se busca en la afirmación de otras capacidades propias sino en el reforzamiento de nuestro poder frente a los demás;

3) el fracaso de autoafirmación por medios de autovaloración y revaloración se convierte en frustración atribuida subjetivamente a los demás;

4) el reforzamiento del propio poder sobre los demás es subjetivamente interpretado como justificado y considerado como ejercicio en favor de los demás, lo que conduce a las situaciones conflictivas y traumatizantes;

5) una vez obtenido el poder sobre los demás de este modo, el traumatizante aumenta sus esfuerzos para mantenerlo en favor de su propia autoafirmación.

La autovaloración y la heterovaloración real y verídica es el enemigo numero uno de todas las desorientaciones vitales. El reconocimiento de una inferioridad concienciada y el afrontarla honradamente supone una autognosia veraz, y si bien resulta a veces difícil, es la mejor higiene de la maduración de la persona. Como hemos dicho ya, la búsqueda de las compensaciones, que nos autoafirman por otro lado frente a una inferioridad, no es una solución del problema de la inferioridad y esta estrategia interior nos lleva fácilmente a diferentes grados de sobrevaloración propia. Esta sobrevaloración es uno de los rasgos tajantes del erizoréctico que por una parte exagera los propios méritos y por otra desprecia los ajenos. Tal desprecio es una de sus emociones predilectas, promovedora de su tipo de maduración.

El desprecio como entidad afectiva proviene precisamente del fracaso propio de liquidar una inferioridad mediante la superación directa junto con el intento de compensarse mediante la subestimación de la persona ajena. En el dinamismo social, el desprecio nos salva de los extremos de la agresividad que provocan las emociones negativas tales como el miedo a los demás, el odio, brindando a nuestra estrategia social la posibilidad de compensarlas con una agresión menor que al mismo tiempo nos ofrece la satisfacción de una autoafirmación frente a los otros y nos exime de consecuencias conflictivas de alto grado. La amenaza del poder de los demás disminuye con el desprecio mediante nuestra heterovaloración subestimativa; el hacerse valer a nuestros propios ojos se compensa por la reducción de los valores que los demás representan. Se trata, pues, de una superación directa fracasada, pero mal compensada, de un error en la valoración que, aceptado una vez como modus valorandi, agradable frente al factor Cs, impide la revaloración realista y verídica. Pero, con el desprecio, el erizoréctico, que construye su poder sobre los demás, se hace dependiente de ellos.

Así se da la paradoja de su situación valorativa. El que quiere independizarse de su inferioridad y vencerla mediante una estratagema dirigida contra los demás y en favor de su afirmación, empieza a depender cada vez más de la presencia de un ser que él tiene que menospreciar. Depende de aquellos a quienes quiere dominar. El poder espontáneo e intrínseco domina por sí mismo, emana e irradia, tanto si es un poder del bien o del mal, capta y cautiva, somete y subyuga. El del erizoréctico necesita una régie, una situación especialmente arreglada y que debe ser sostenida para que la satisfacción de tal autoafirmación surta sus efectos. Tiene que construirlo como si existiese de verdad, imponerlo forzosamente. Si la construcción falla, su propia inferioridad alza otra vez la cabeza. El poder de los músculos y de los sesos, de la riqueza, bondad, belleza, de la posición social, de la persuasión o del amor tiene sus vías directas para alcanzarnos sin estrategia. El del erizoréctico necesita bastidores.

En la constelación factorial ICEHf del "carácter malo" todo parece ser normal al menos por el amplio margen que en las sociedades humanas aplicamos a la noción "normal". Sólo un análisis detenido puede descubrir las causas solapadas de la inseguridad de sus instintinas, fuente de su inferioridad en cualquier estamento de la conservación, creación, procreación. La tarea estriba más bien en la relación I: CEHf (temperamento) que en la C: IEHf (carácter). Es un "temperamento malo": la labor de las instintinas no satisface su coestesia, él la quiere más segura, más potente. E intentará conseguirlo quitando importancia al factor Cs en la valoración emocional, mediante el desprecio de los demás. Si los demás tienen menos valor a sus ojos, los instintos, tal como son, tendrán menos trabajo en la autoafirmación propia. Con tal arreglo intencional de la maduración autodirigida, la autognosia se acondiciona especialmente frente al agon-gnosia, y ya no es autognosia real y verídica. Con este tipo de valoración el erizoréctico se alista en la familia de las DOV estratégicas, tales como la manía y la paranoia, con menos categoría nosológica.

Se dirá que tal proceder de reclamar a los demás la propia autoafirmación en el sobrevivir es muy humano; pero ya no lo es tanto si esta reclamación viene acompañada de la estrategia en hacerlo a costa de los demás a fin de que este balance resulte unilateralmente provechoso para el que lo hace y como trauma para los que involuntariamente participan en tal operación. Se dirá también que tal orientación conflictiva es un signo de debilidad, también humana, y así es. Que el mismo ambiente del futuro erizoréctico y las malas experiencias que tuvo con este contorno son muchas veces palpables como causantes de sus reacciones conflictivas. Que son los demás quienes están en la génesis de ella y que su postura es una rebelión tardía contra el ambiente. Y que en la búsqueda de esta casuística estamos en un círculo vicioso clásico de "sociedad-individuo". Pero también es verdad en su caso que el erizoréctico no se vuelve contra los poderosos como el ektroréctico, el delincuente, sino, por regla estricta, contra los más débiles que él, dependientes de él, forzados a vivir con él y de los que él abusa desde su posición autocreada, aun cuando tan sólo quiera remediar su propia debilidad. Procura evitar con ello las sanciones mayores y directas de ]a agresión abierta, reduciendo su propia responsabilidad y aumentando las fintas de su esgrima estratégica, pero a costa de los débiles y dependientes.

Una de estas fintas ilícitas es la de considerar su propio fracaso como si fuera una frustración causada por los demás, haciendo recaer su propia responsabilidad sobre ellos. Si es un descontento en el amor sexual, filial, de amigos o de subordinados, etc., acusará preferentemente a todos estos compañeros de su vida de falta de amor, de comprensión, de ignorancia, de inferioridad intelectual, moral o técnica antes de emprender una autoscosia propia a fondo. Y, partiendo de su propio caso del que él sale intacto y ellos evidentemente culpables, encubrirá sus errores de valoración con generalizaciones: "Oh, las mujeres. Los hombres. Los hijos. Estos subordinados torpes e ignorantes. Estos padres de tan poco amor... ¿No merecen ellos, incluso por su propio bien, una lección, un adiestramiento ejemplar, una disciplina impuesta para que no sigan con sus errores?". Errores que le infligen a él unas frustraciones innecesarias...

Oiremos de él opiniones generales, sabias o brutales, filosóficas p de sentido común francamente pesimistas sobre el hombre, la especie humana, su maldad, perfidia y monstruosidad. Pero en el tras-fondo de estas opiniones no podemos descubrir la trágica tristeza del melancólico, la solapada nostalgia del kurtoréctico, la angustiosa tortura del obsesivo. El pesimismo es tan sólo el justificante de su propia postura conflictiva en la vida. Si bien se siente infeliz, es porque los demás son así. Si tiene que ajustarles las cuentas, es porque le fuerzan a ello, para reducir el mal previsible. Lo hace también sin ninguna filosofía elaborada, simplemente por atribuirse a sí mismo el papel regulador de tales inconsciencias y debilidades de los demás. De esta su función reguladora de las relaciones humanas, el erizoréctico, primitivo o intelectual, tiene una gran opinión.

Una vez encontrado el método de cómo imponer su poder, aquella función reguladora le tiene preocupado tan sólo desde el punto de vista de cómo sistematizar este poder, mantenerlo con efectos de autoafirmación propia. Mientras su postura es tolerada forzosamente por la familia, por los subordinados, por los dependientes de toda clase, todo marcha bien a sus ojos. La situación se complica si alguna rebelión abierta estalla en el seno del círculo al que pretende dominar: es el momento de quejarse de la terrible ingratitud humana, de la mujer, de los hijos, amigos, subordinados, por la ignorancia de estos seres despreciables que no han podido comprender que si era un padre severo, un jefe estricto o frío, lo era tan sólo en provecho de ellos, por su bien. Tal rebelión le parece el colmo de la maldad humana.

Andan estos tipos "erizo" entre nosotros con caras y comportamiento normales, de ciudadanos dignos y estimados, sin taras penales ni fichas clínicas. La mala prensa sobre ellos viene de su círculo íntimo y a veces se encuentran incrédulos entre la opinión pública más amplia. Porque este magistrado, al que su mujer acusa de crueldad inaudita, es en su casino un hombre de los más agradables; este demonio de sus empleados, este oficial sádico es, fuera de su contorno familiar o profesional, un hombre encantador. Será una calumnia si le rodea la fama de que uno respira mejor cuando él no está en casa, cuando él no es miembro del tribunal, o cuando se ausenta de la fábrica. Y suena raro que su mera presencia pueda ser fobógena y misógena.

 

4. La traumaturgia legal

Las víctimas de esta traumaturgia están en su mayor parte en una situación poco envidiable y muchas veces sin salida. La posición de los erizorécticos activos lleva a menudo el carácter de un chantaje. Las víctimas intentan adaptarse, obedecer insinceramente, evitar el impacto traumático, odiar disimuladamente al opresor, pero lo crónicamente conflictivo sigue con sus efectos negativos y no pocas veces amenaza con la destrucción total de las relaciones humanas bajo el azote del mal innecesario. Las apariencias cubren un drama crónico, interiormente muy distinto de los hechos exteriores.

Esta abuela que sonríe cuando quiere y cuya gran fortuna reúne en su casa a la gran familia de sus hijos, nueras y nietos, es la autoridad suprema y exclusiva del comportamiento social de todos ellos. Es elegante en su vejez, tiene muchas amistades y parece cultivarlas asiduamente en frecuentes reuniones. También es generosa en sus regalos con todo el mundo, hace obras caritativas, tiene gran prestigio social. Pero en su casa es un dueño implacable de todos los destinos masculinos y femeninos: lo quiere saber todo, inmiscuirse en los detalles y tener siempre la última palabra, contra la cual no hay apelación, en todo lo personal de los grandes y adultos tanto como de los pequeños. Todo lo que los hijos, las nueras o los nietos emprenden sin consultarla o sin su consentimiento, lo considera como ofensa personal y encuentra siempre la manera de castigarlo directa o indirectamente. Por debajo de su casa de gran comodidad reina una conspiración crónica de todos contra ella. El hijo mayor ha abandonado la casa hace años en una rebeldía abierta y dramática. Lo ha desheredado y su nombre no se puede pronunciar en la casa y aún menos el de su mujer, "aquel demonio ingrato". Dio a conocer a sus dos hijos restantes que haría lo mismo con ellos si se mostraran ingratos como aquel que ya no es su hijo. Y todo el mundo sabe que sus amenazas no son palabras vanas, aunque nadie sabe qué acto de comportamiento será calificado por ella como "falta de respeto grave", el magnum crimen contra su existencia de hada bienhechora. Juzga severamente cualquier debilidad de los adultos y de los pequeños y en esto no hay discusión con ella. Las nueras lloran, los hijos preparan la secesión oportuna, los nietos tiemblan, y todo el mundo termina frenético de alegría cuando ella se va en verano para tomar los baños contra el reuma durante seis semanas, excepto el hijo y la nuera que tienen que acompañarla obligatoriamente allí. ¿O la dejarían perecer "como a una perra" en aquellos baños sucios y malditos? Sólo un nieto de dieciséis años, un gamberro terrible y desenfrenado, justamente al que ella mimaba y prefería entre todos, y con el cual la familia es impotente, le echa insolentemente a la cara que "perra o no, te morirás un día, abuelita".

Este padre que, salido de pobreza, ahora es un industrial victorioso, a pesar de todas las "terribles experiencias de este mundo infernal", hace todo lo posible para convertir a sus dos hijos en ingenieros de su fábrica. Pero al llegar al bachillerato, y evidentemente por esta sorda oposición a él, fomentada, también claramente, por su mujer, uno quiere ser astrónomo, el otro —¡aún peor!—, dedicarse a la música. Ni un solo segundo duda de que serían malos astrónomos y músicos. Son unos ignorantes de sus propios dones y vocaciones. No saben ni qué es la vida, ni qué es el hombre. Ambos tuvieron que matricularse en la Facultad técnica ("ya os pasarán esas tonterías vuestras"), pero uno se va a los bares a tocar jazz, y el otro emprende ya una lucha abierta con el padre, cada día más encarnizada y "maliciosamente" sostenida por "aquella mujer" que no merece llamarse su esposa.

Esta madre que ha hecho un matrimonio malogrado, inspira después de la muerte de su marido a su hija un odio tremendo hacia el sexo masculino. "Si ya tenemos que casarnos por desgracia, hay que dominar a los hombres sea como fuere, de otra manera estamos perdidas. El cuerpo y los niños son un instrumento de poder contra ellos. Si te dejas guiar por algún sentimiento ridículo, estos monstruos que sólo van a lo suyo, harán de ti una máquina lavaplatos y un trapo." La madre ha deshecho ya dos noviazgos de su hija. Es ella quien quiere escoger al hombre oportuno y "manejable" para su hija. Después de la primera crisis, ésta se había vuelto anoréctica, pero se curó. Después de la segunda ocurrió un cambio radical: se prostituye.

Este político, de suerte variable en las elecciones, pero gran orador del partido demócrata, es un tirano implacable con su mujer. A sus ojos, la mujer es buena para la cocina y para los niños, pero su capacidad de educación es dudosa. Es un liberal en todo lo que no atañe directamente a su poder en la familia y en su oficina de director de fábrica. Pero ante sus amigos, en la tertulia política, es el marido más generoso hacia su mujer. Pocos comprenden cómo es posible que con un marido tan atento la mujer pueda tener un amante con el que convive a espaldas del gran político desde hace años.

Así podríamos ir ad infinitum enumerando los casos de la erizorexia en todos los ambientes sociales, analizando también en cada caso la introgénesis y la sociogénesis de tal postura conflictiva en el hombre. Como cualquier otra, también ésta es, en su curso de maduración desviada, siempre cuadrifactorial. La búsqueda del poder injusto sobre los demás nos revelaría por todas partes alguna tara en algún sistema factorial, en primer lugar en las dishormias del instinto (I). Pero no podríamos omitir el retroanálisis del factor Cs: en la vida de cada hombre hay elementos ambientales que con sus traumatismos hacen de él un buscador del poder sobre los demás. Cada erizoréctico es un traumatizado. La abuela autoritaria ha tenido probablemente un padre o una madre autoritaria o injusta de otro modo, y tal causante, u otro de genealogía familiar más complicada, puede encontrarse en cualquier otro caso.

Existen escuelas modernas de endoanálisis que lo reducen todo a estorbos de origen sexual. Estamos lejos de seguir semejantes conceptos unilaterales. Cada rasgo característico, cada actitud temperamental, cada postura vital tienen sus raíces multifactoriales y la manera de vencer las inferioridades y los riesgos de la vida también tiene esta naturaleza. Además, con las erizorexias estamos ya en pleno reino de la misteriosa ontogénesis, la formación individual. La crueldad y el sadismo social no se pueden estudiar debidamente sin tomar en consideración las tres tendencias generales de la supervivencia: conservación, procreación y creación. Y sin separar el sexo del amor humano. El poder sobre el otro y el amor hacia el otro son antítesis biológicas en la orientación vital del hombre.

Hemos escogido cuatro ejemplos más bien de color rosa. El fichero inacabable de las erizorexias que en la literatura mundial contiene lodo el espectro de colores y en él prevalecen más bien el rojo de la sangre chupada, el verde del veneno lento y el negro de la tumba a granel. La pirámide de Keops es un juguete frente a la del patior innecesario que los erizorécticos del poder injusto están edificados a través de la historia como monumento perenne a la gloria de una especie particularmente dotada de refinados mecanismos de crueldad. El poder injusto, privado y público, es, como móvil de la historia conflictiva, una plataforma lo suficiente amplia para empezar un estudio endoantropológico de la historia y del comportamiento del hombre en ella. Los enfoques económicos o sexuales, muy de moda en nuestros días, ofrecen vistas unilaterales de la motivación conflictiva del sentir subjetivo de la injusticia, vital, social y societal. Entre las tres grandes manifestaciones de la supervivencia, la de conservación y de procreación tienen en sus tenebrosos paleostratas del género el corolario inmanente de la crueldad. En el estamento de la creación sólo el arte de toda clase y la ciencia pura, la no tecnológica —la creación de la belleza y la búsqueda de la verdad como arte humano—, no son conflictivas ni agresivas. No se producen para matar, hacer sufrir, ni para conseguir poder injusto sobre los demás. Donde ellas pueden hacerse valer, tanto el asesino potencial como la crueldad quedan reducidos y confinados a sus cuevas. Y la fealdad del género se cubre, provisionalmente, de velos.

Es de recomendar que los historiadores modernos presten más atención en la historia comprensiva a la motivación viva del poder injusto y de su injusticia vital, un sentimiento que rige potentemente en la vida privada y pública del hombre y de sus sociedades, por debajo de las estereotipias de la organización y de las ideologías, por debajo de las apariencias políticas y económicas.

 

5. Breve nota sobre un largo tema: individuo y sociedad

Se suele definir la crueldad como comportamiento deliberado para causar a los demás sufrimiento o dolor innecesarios. Y se suele separar la noción del sadismo, definiéndolo como tipo especial de la crueldad, acompañada de un placer de orden sexual o parasexual. Sin embargo, muchos aspectos de la crueldad apenas tienen algo que ver con el sexo y sus actos y la satisfacción que los acompaña tiene una base afectiva más primaria e innata en nuestro género. A esto se puede añadir, en plan general, que la proporción de las crueldades cometidas por los grupos humanos de una manera colectiva es muy elevada en comparación con las que comete el individuo frente a otros individuos. Y que el individuo cruel, actuando en grupo o en nombre del grupo, liberará con más facilidad y espontaneidad el asesino potencial desde su interior que cuando actúa bajo la responsabilidad personal. Las guerras entre los grupos humanos desencadenan y eximen toda clase de crueldades deliberadas, aniquilando todo el progreso ético y forzando al individuo-persona a renunciar al código que sigue o cree seguir en la paz.

Predicando lo contrario en sus guerras, la sociedad se defiende en la paz contra el conflictivo y el agresivo mediante sus códigos. La crueldad individual deliberada está amenazada con sanciones religiosas, morales, penales. Pero el verdadero progreso ético —si es que de ello podemos hablar en la historia del hombre— ocurre tan sólo, con eficacia real, en el seno de la persona individual, una vez encaminada su maduración bajo el signo de evitar el patior innecesario a los demás. Donde los códigos fracasan con sus preceptos, normas y leyes, la persona puede tener éxito por sus propios esfuerzos de autocreación. El humanismo moderno se basa en el principio de que el hombre se hace a sí mismo y la personología moderna puede apoyar esta tesis. Ciertas victorias del Homo clemens sobre el Homo furia son autorrealizables, y pueden ir acompañadas de satisfacción, más bien en el seno de la persona individual que como logros sociales. La crueldad de grupos crece en eficacia con los adelantos de la civilización, mientras que disminuye con la cultura personal. Además, el verdadero portador de la evolución en todos los sentidos es el individuo y no la sociedad. La inspiración de todo el progreso social viene de la persona individual y, antes de organizarse, tecnologizarse e institucionalizarse en estereotipias superindividuales, se proyecta y se realiza, al menos como idea, en el taller interior individual. Frente a las autorrealizaciones éticas y su posible aceleración logradas en el seno de la persona, el llamado progreso social es de ritmo lento y atrasado. Y es la rebeldía de la persona la que aporta las correcciones a la rutina institucional, a la injusticia fría de las leyes, a la crueldad de la inercia y a la gravidez de los esquemas. Biológicamente hablando, la persona individual es organismo y por lo tanto en contacto directo e inmediato con las fuerzas de la evolución. La sociedad es tan sólo organización y por esto sólo un eco y reflejo de la creación. En su taller privado, subjetivo, la persona puede adelantarse a la sociedad en todas las tendencias éticas y creadoras. Frente a este taller interior, todo el falansterismo social, de cualquier tipo que sea, es siempre un atraso que por sí mismo lleva una dosis inmanente de crueldad en sí. La desproporción entre tal retraso institucional y los enzimas activos de la persona es de por sí conflictiva.

Si aceptamos que la crueldad es innata en el hombre porque el asesino potencial es innato en él, hay que concluir que la sociedad no es el gran maestro de la educación y de la cultura contra el monstruo en nosotros y que la persona individual puede llegar a ser una barrera más fuerte contra su poder. Nos sorprende la crueldad del niño que tuerce el cuello de un gatito recién nacido, pero no nos damos cuenta de que la misma madre que le reprende severamente por tal acto hace dos o tres días se dirigió furiosa hacia el niño —y por un asunto insignificante— con estas palabras: "¡Si vuelves a comportarte así, te retorceré el cuello!". Así, pues, el torcer el cuello a los demás no es una cosa prohibida en sí. Pero hay que ser mamá, tener su poder, para hacerlo sin sanciones. O bien hacerlo con gatitos sin que mamá lo vea. Torcer el cuello a los que no pueden defenderse parece una cosa sumamente satisfactoria para el Homo furia. El dilema de tal lógica es una experiencia sobre las satisfacciones del gran poder injusto y será animado por muchos otros. En la escuela, a la hora de la lección de moral, el niño escuchará el precepto de que uno no debe matar al otro, que esto es un pecado mortal o un crimen abominable. Pero una hora más tarde escuchará también, en la lección sobre historia, que un patriota y un soldado bravo debe matar a otro hombre sea como fuere. La única diferencia es la autorización que le da la sociedad.

En todas partes del ambiente social, directa e indirectamente, escuchará continuamente que uno tiene que ser más fuerte que los demás. No más comprensivo, ni lo que potencialmente es, sino más fuerte que cualquier competidor posible.

La lección que la sociedad competitiva otorga al hombre en todos los campos de su actividad, en la familia, en la educación, en la economía y la política, en la tecnología y hasta en las interpretaciones de la biología es una lección frenética sobre cómo adquirir y desear el poder sobre los demás y cómo justificarlo incluso cuando es un poder injusto. El impacto del asesino potencial en el individuo es por sí mismo tremendamente fuerte y difícil de vencer. A esto se añade la clásica enseñanza del hombre fuerte, el hombre superior, el hombre en el poder de toda clase, que la sociedad predica de una manera constante, pero hipócrita. Bajo tal doble acecho no es fácil renunciar a la kratofilia, al tóxico del poder, y compensarse con él contra las propias debilidades. Pero si el individuo abusa de él, la sociedad competitiva es más responsable en ello de lo que suele admitir.

También el otro rasgo fundamental de la sociedad moderna, el de la tecnología, aumenta el dominio de la lección sobre la crueldad y del poder injusto. De ella el individuo-persona aprende, entre otras cosas, que mediante la organización a base de máquinas uno puede ahora matar gente a grandes distancias y en grandes cantidades. Con menos responsabilidad personal que antes, cómodamente sentado al lado de una interesante mesa de mando, decorada con botones y válvulas de brillos casi navideños. Desde la revolución científica, una nueva crueldad fría, calculada, robótica se ha añadido a la primitiva vasta gama de la crueldad caliente de las dagas y flechas. Las erizorexias también se han modernizado. El esclavo de nuestro tiempo está torturado por la automatización y no por el látigo; al prisionero y al espía se le lava el cerebro mediante finísimas jeringillas civilizadas, y no por medio de los clavos bajo las uñas; la santa vendetta no dura ya decenios y siglos, merced a la perfecta técnica de las cámaras de gas. La tecnología civilizada está en primer lugar al servicio de la matanza y progresa en saltos para cumplir esta su primera obligación. Lo que de inventos queda aún para la industria, las comunicaciones y la medicina es para preparar al hombre para la guerra. Y así hemos llegado a la discusión muy racional, académica y docta de si de verdad tendríamos que emplear para el genocidio estos burdos y costosos cohetes nucleares cuando las armas químicas y biológicas ofrecen unas perspectivas de eficacia soberana, barata y —lo que es evidentemente un gran adelanto— indolora.

Estamos presenciando como el glorioso Anthropos, acaudillado por el hombre blanco, convierte los viejos antros del asesino potencial en salones de la crueldad robotizada, combinando la competición devoradora con la tecnología cosmófila. Por una extraña coincidencia, el Bíos añade a todo ello su parte destructora. Si las armas del genocidio no se ponen en marcha —lo que es difícil de creer— en 2120 tendríamos la invasión demográfica calculada en 48.000 millones de individuos pertenecientes a nuestro feliz género, una bonita colmena de langostas secas con muy poco sitio para lo que ahora llamamos comportamiento de la persona. Y si por otra parte llegáramos a ocupar algún planeta, nos haríamos allí unos caballeros con arnés de plástico y mochilas de aire terrestre a los que solamente unas viejas películas de museo recordarían que antes, en los tiempos legendarios, eran hombres.

Ninguna de estas perspectivas grandiosas es muy prometedora de que tal nuevo ser tendría tiempo o ganas de ocuparse en lo que nosotros llamamos persona interior. Si a pesar de todo nos dedicamos a ello, es probablemente porque queremos ser lo que potencialmente somos y morir "con las botas puestas". ¿Es que acaso nosotros no podemos creer en nuestro azar? Este es un poder intrínseco y espontáneo. El humanismo de nuestro tiempo es un "humanismo a pesar de todo".

Volvamos, pues, a nuestra pequeña tarea de las erizorexias a granel.

 

6. El sadismo de la escena íntima

Si la riqueza, el mando de la política o economía, etc., no nos brindan la compensación deseada, nos queda aún la escena íntima en la cual podemos ser poderosos al menos de una persona a otra. Es un reducto en la cueva de nuestra soberanía donde es posible que se nos ofrezca una prueba tajante de que no somos inferiores ni impotentes, débiles ni fracasados.

El sadismo erizoréctico, con sus puentes extremos hacia el crimen, tiene sus grados y no se limita a los casos que la sexología suele aducir. Como con el asesino potencial en nosotros, podemos luchar también con la crueldad propia mediante la autocreación en el amor, comprensión y compasión, pero su presencia es omnihumana. Es por esto por lo que se puede manifestar también en relación con el sexo.

Simplificaremos hasta el máximo el progreso del poder injusto en la escena íntima a través de cuatro breves esquemas edificados sobre los puntos generales de la erizorexia.

Primera etapa. Amo a mi mujer y a mis hijos, pero veo cada vez más que todos ellos abusan de mi bondad. No soy ya señor de mi casa y no llego a dirigir la educación de mis hijos, ni a corregir las deficiencias de mi mujer. Esta posición es perjudicial para todos, y debe cam-oiar radicalmente. Ha llegado el momento de estrechar las riendas y de recobrar la posición perdida por mi debilidad. Ellos necesitan esto, y la disciplina que voy a imponer será una rectificación justa de nuestras relaciones en provecho de todos. Mi debilidad procede de la adoración exagerada a mi mujer, de su encanto físico que no pude encontrar en ninguna otra. No permitiré que tal inclinación física arruine mi familia y haga de mí un esclavo sensual.

Pero con el cambio de su postura habitual se produce también la reacción en la mujer y los hijos: ¿Por qué se ha vuelto de repente tan rígido y severo? ¿No somos los mismos que antes? ¿Ha dejado de amarnos?

Segunda etapa. Ellos no se avienen a lo que intento con toda mi buena voluntad. No obedecen, y mi mujer cree que sus caricias en el dormitorio pueden hacer volver las cosas a los cauces pasados. Veo con toda claridad el papel ridículo en que he caído durante todos estos años y ahora, cuando todos necesitan mi guía, se me escapan de las manos y casi conspiran contra mí. Están acostumbrados a que mi mujer tenga siempre la última palabra en esta casa, aunque su modo de educar a nuestros hijos es cada día más peligroso para su futuro. Parece que no tengo ninguna autoridad ante mis hijos y el mayor hasta se burla ya un poco de mí. No me queda otra cosa que reforzar mis medidas y poner las cosas en orden. Y es necesario que en el dormitorio mismo demuestre a ella que su dominio se ha acabado.

La reacción de la mujer: Es más frío, es brusco e intolerante, este hombre tan tierno y amoroso. ¿Habrá encontrado otra mujer? ¿Qué le he hecho yo? ¿Por qué hace sufrir tanto a los niños?

Tercera etapa. Esta mujer ignorante no quiere comprenderme y sigue en su obstinación, aunque le expliqué todo; me hace escenas histéricas en vez de obedecer. No puedo permitir que haga de mí un fracasado. Si dejas a las mujeres y a los niños así... Pero nunca es tarde. La abofeteé ayer por primera vez en mi vida. Si es necesario procederé de la misma manera en adelante. La he sorprendido, enormemente espantada, y vi que sufría profundamente. Lo que me llenó de una extraña satisfacción que nunca hasta ahora había sentido. Y tengo ganas de repetirlo y de golpearla sin merced a la menor ocasión...

El esquema de estos tres grados del devenir erizoréctico son una despiadada simplificación y extrema abstracción racional, menos que un esqueleto de indicación, concebida macrorécticamente. Aunque es un caso totalmente primitivo y simple, los elementos esenciales están reunidos. En la realidad del agon-gnosia-autognosia afectiva un acontecer incomparablemente más rico en eventos orécticos se produjo a raíz de este boceto abstracto, no tan claramente articulado como este monólogo esquemático quiere. El origen supuesto de su debilidad, la maduración de decisión por la cual se cambiaba la actitud frente a los demás no surgen en este erizoréctico con tal concienciación limpia. Son viejas inferioridades que le acechan aquí otra vez, memorias obnubiladas referentes a su poder malogrado en los juegos de la infancia, en las relaciones con sus compañeros o socios, o en los contactos con otras mujeres que no eran más que fracasos afectivos, torpezas e impotencias sexuales cuyos recuerdos desaparecieron desde que encontró la convivencia fisiológica con su mujer, unida con el amor humano. Y viejas sobrevaloraciones propias también: desde hace tiempo vivía con la convicción de que en aquellos contactos anteriores con las mujeres, el malogro no fue culpa ni debilidad suya, sino de ellas; que todo lo que había^ entre su mujer y él era, por lo tanto, totalmente normal y natural, y que no tenía razón para estarle particularmente agradecido, y aún menos tendría que salir aprovechada ella. ¿No le daba él tanta felicidad y bienestar con su amor? ¿No merecía él que se mantuviera el pleno respeto hacia él en el seno de su familia? En vez de ello, se sentía rebajado a una poquedad despreciable.

A partir del punto "erizo" que se instalaba en su interior, sólo la obra de un artista podría seguir la realidad de los eventos afectivos. Todas las fichas clínicas son pobres para caracterizar la conversión del amor en deseos del poder sobre el otro. De esto se trata también en estos casos, de empobrecimiento fatal de la capacidad de amar y de saber cómo hacerlo, el siniestro diletantismo humano en el alto arte de la convivencia.

Podríamos preguntarnos (aquí o en otro sitio): ¿por qué se reseca la capacidad de amar, por qué el saber amar mengua en el ser humano? ¿Por qué los dos, la capacidad de amar y el saber amar, cambian en nosotros de intensidad emocional? ¿Y por qué, a pesar de no tener la capacidad activa de amar y de fallar en el saber activo de amar, persiste no obstante la necesidad de ser amados y la espera de que los demás podrán y sabrán amarnos? ¿Por qué nos atribuimos tan fácilmente lo justo de estas dos exigencias y con la misma prontitud culpamos a los demás de no cumplirlas con nosotros? ¿Por qué la necesidad de ser amados parece tan a menudo en nuestras valoraciones subjetivas más merecedora de satisfacción que la averiguación de nuestra propia capacidad de amar?

La respuesta a estas preguntas abriría un capítulo largo en nuestras páginas y añadiría otras a las ya formuladas. Y otra vez iríamos a parar en las motivaciones de la autognosia errónea en esta materia afectiva. En el caso de nuestro erizoréctico incipiente está claro que el fracaso de poder y saber amar a los suyos él lo convierte en la frustración causada por ellos y los culpa de ello sin preguntarse si el error, la culpa o el fallo no reside más bien en él.

El cambio de su postura vital es radical. El amor, lleno de valoraciones emocionales de comprensión del otro, es liberal y libertador. El poder sobre el otro es esclavizador y egoísta. El amor permite al otro ser lo que es potencialmente, es la disminución de su patior; el poder quiere que sea lo que a nosotros nos conviene, es opresivo. El amor es creador de valores; el poder, su explotador.

Como hemos dicho — y explicado largamente en El hombre ante sí mismo—, la escena íntima es un suelo propicio para la conversión del amor en poder y para los intentos —siempre negativos— de sustituir el primero por el segundo. No solamente la jerarquía familiar, sino también las relaciones sexuales son un terreno en el que la disciplina normativa y el mando del sexo se deslizan fácilmente hacia el poder injusto sobre los personalmente más débiles, cualquiera que sea su sexo. Es también un dominio en el que se pueden acumular las satisfacciones de las tres tendencias de supervivencia y del estilo personal de vivir, las de conservación, de procreación y de creación. Los que buscan el poder sobre el otro como compensación de fracasos y de frustraciones; los que intentan resarcirse de ellos en el refinamiento de placeres sexuales; los que piden a la fisiología de los tejidos la gratificación que como personas no han podido conseguir emplean preferentemente el teatro íntimo para montar la pieza de su felicidad humana. Muchas veces el amor de una sola persona puede sustituirnos el mundo. De aquí a pensar que el poder soberano sobre una persona podría hacernos lo fuerte que deseamos ser, hay solamente un paso. Cuanto más privados nos veamos en el resto de la vida de sentirnos dueños de nuestro destino, cuanto más fraccionadas estén las satisfacciones en otras direcciones de autoafirmación, tanto más nos puede parecer que en las relaciones de la escena íntima, y sobre todo en el dormitorio, podríamos matar acumulativamente todas las inferioridades que nos acosan. El acto sexual, en sus mecanismos del placer fisiológico, es prometedor de las satisfacciones más fuertes de que dispone el organismo. Si el camino hacia ellos está cubierto por una adaptación mutua de buen grado entre los participantes del acto, las sintonías organísmicas son también intensas y abarcan a veces la totalidad del organismo. Si al mismo tiempo se da la buena suerte de que las personas y el amor convergen adecuadamente, puede encontrarse algún momento de extrema euforia. Pero tal estado de la convivencia perfecta puede lograrse también fuera del acto sexual o incluso a pesar de que su satisfacción no sea grande, si el amor humano, creador, rige la convivencia. El error fatal nace cuando el hombre quiere sustituir el amor entre las personas por la dominación del organismo del otro mediante la instrumentación y la orquestación del placer fisiológico.

Es verdad que el sometimiento del otro organismo puede ser en este acto uno de los más completos placeres que se pueden conseguir en las relaciones humanas. En tal sometimiento el otro puede consentir incluso las torturas y los dolores para demostrar al compañero su adhesión y su entrega total. La naturaleza misma y su sensorium estimulan tales muestras de adhesión en las relaciones que la sexología llama sadismo-masoquismo, gratificando la tortura sufrida con un tonus ambivalente positivo que acompaña a los dos participantes en los actos de tal entrega a través del dolor.

Pero todos los actos de copulación simple o refinada son de poca duración, mientras que los deseos del poder sobre el otro suelen ser crónicos.

Por fuertes que sean los placeres del dominio a través del dolor infligido, son tan sólo momentáneos y se agotan con el cansancio. La naturaleza ha creado el acto sexual para sus fines de procreación y todos los placeres que de paso concede al organismo humano no son para ella más que una válvula de seguridad, una trampa, con el fin de que la procreación se cumpla. Para las satisfacciones de la persona en convivencia, el Homo imaginativus tiene dispositivos de creación y los que creen poder sustituir los unos por los otros tienen que equivocarse forzosamente.

Los sadomasoquistas de mayor o menor grado pueden repetir, pues, las operaciones que los lleven a sus satisfacciones especiales, intensificarlas incluso hasta peligrar en ellos la supervivencia; el vacuum del placer les espera implacablemente y con ello también la frustración de la posesión y de la entrega si sus relaciones no pueden desembocar después del acto sexual entre organismos en los refugios del amor entre personas.

El sadismo menor está más presente en nuestras relaciones sexuales de lo que la hipocresía social admite. Un gran número de relaciones sexuales no va acompañado de amor, ni la naturaleza lo considera necesario para sus fines de procreación.

Obedeciendo ciegamente al tremendo impacto de la multiplicación, la humanidad zoica ha confundido durante mucho tiempo histórico el amor humano y la posesión carnal y aún sigue confundiéndolos en la práctica cotidiana y en la ciencia. El distingo del amor humano, separado de los actos de procreación, es una escala relativamente reciente en el progreso del autoconocimiento de nuestro género. Incluso en algunas escuelas modernas de la endoantropología la creación aparece como subproducto de las glándulas procreadoras. No es, pues, nada sorprendente» que el hombre zoico, ignorante de sí mismo, intente, en sus afanes del poder sobre el otro, conseguir unos momentos de soberanía dudosa a través de la posesión máxima y exclusiva que le brinda el Bíos socarrón a través del acto sexual.

"Cuanto más me atrae una mujer —dice explícitamente un sádico— tanto más siento la necesidad de encontrar en ella a alguien al que pueda poseer totalmente, sometida a mí mismo como ninguna otra, abandonándose a mis deseos sin límites y sin resistencia, dándome pruebas de su adhesión y de su obediencia completa y exclusiva. Al fin y al cabo, es una mujer que yo he escogido como únicamente apta para conseguir ambos lo que solamente nosotros dos podemos lograr en la intimidad."

Otros no son tan explícitos, pero llevan solapadamente tales deseos en su interior. Estos se convierten en toda una compulsión en el gran sádico patológico.

La etapa del gran sadismo. El gran sádico que ataca en las calles y mata a las mujeres, también ostenta el síndrome básico erizoréctico de la tríada "inferioridad-sinamor-poder como compensación". Es un hombre desesperado por sus fracasos convertidos en resentimientos de frustración. Pero su etapa es ya la de una angustia de que nunca podrá encontrar ni el amor ni la posesión deseada, concentrada en la mujer a la que busca desesperadamente, la verdadera, la escogida, que podría salvarle de manera única. Salvarle, ésta es la palabra, porque una última esperanza de poder encontrarla le queda en forma de compulsión irresistible. Aún confía en poder hallarla en cualquier sitio y momento. Y cuando este momento viene —no es un tipo cualquiera de mujer sino su tipo, es una muestra especial elaborada en sus fiebres imaginativas— la compulsión de poseerla (ya que no puede ser el amor) actúa en él precedida de un aura sexoansiosa, sexovoluptuosa, vecina como fenómeno al aura epiléptica.

Pero hay que. distinguir entre el asesinato cometido por el sádico contra las mujeres públicas y los crímenes cometidos sobre las mujeres a las que ataca compulsivamente en las calles o en los sitios escondidos. Es verdad que se trata en ambos casos de un sádico erizoréctico, pero la motivación afectiva del crimen es distinta. En el primer caso, desesperado y angustioso, busca a la prostituta con la suposición de que al menos con ella podría encontrar una posesión completa, sin condiciones ni resistencia. Se equivoca, naturalmente. Aunque ella consienta en las torturas pagadas, es precisamente ella la que no puede satisfacer sus anhelos de posesión: no pertenece a nadie, y aún menos a un cliente. Para ella, el consentir sus deseos sádicos es tan sólo una técnica. más de su profesión. Si el sádico entrevé esto, es una frustración más, y a veces la última, la suprema. Si la mata, es por el odio hacia ellas, odio común y a veces frío que le permite despedazarla, empaquetarla y echarla al río. Y cometer tales actos en serie. Estos crímenes no son compulsivos, sexoangustiosos. La culpabilidad, la responsabilidad en ellos aumentan.

En cambio, el sádico que estrangula a una desconocida en un parque, a una joven que se defiende y que intenta huir, lo hace bajo el pleno impacto de su compulsión sexoangustiosa: la última (o la imaginativamente óptima) oportunidad de su satisfacción del poder se le escapa. Precipita su acto de posesión total sobre el acto de eyaculación-placer, identificando imaginativamente los dos placeres en un espasmo compulsivo. Y será quizás uno de los que, como aquel inglés, pedirá a sus jueces que le encierren a cadena perpetua, para no ceder nunca a su "demonio"... Son pocos los sádicos que responden ante la ley o que llegan a la clínica. Mucho más numerosos son los protagonistas de la crueldad que andan sueltos, ocultos bajo las máscaras y los pretextos de su poder legal o de la jerarquía natural en la familia, en la burocracia y el ejército, en la política, la economía y hasta en la educación. Los severos! jueces de la moral de los demás, los fanáticos justicieros de las revoluciones, los insaciables negreros del oro, los inquisidores en nombre de la única verdad de algún ideal supremo, la siniestra e interminable procesión de los traumaturgos que se valen de algún mandato conferido o arrebatado para convertir su incapacidad de amar en poder injusto sobre los demás y para no ejercer el poder justo sobre ellos mismos. Queda crónicamente sin solución en todas las sociedades competitivas y manipuladoras la distinción entre el poder funcional y su abuso. Los grandes remedios colectivos de las religiones institucionalizadas, de las normas estereotipadas, de los preceptos prohibitivos, de la civilización de la técnica, se han mostrado a lo largo de la historia humana controlable como métodos tristemente insuficientes y catastróficamente impotentes ante el impacto del Homo furia en cualquiera de sus escalas. Los que han vivido la segunda guerra mundial en su significado real y en su sentido de la verdad desnuda, han tenido que enfrentarse con la conclusión de que contra la crueldad innata del hombre no hay remedios colectivos sino tan sólo el remedio autoesotérico de la enconada lucha en el seno privado de la persona individual, emprendida a todo riesgo y por propia satisfacción de un posible Homo clemens que de ella pueda resultar. Lucha emprendida por propia cuenta, sin espera de la gratificación o de la solidaridad ajena.

Definición. Definiremos la erizorexia como desorientación vital caracterizada por autovaloración errónea de las inferioridades propias cuya compensación se busca en el retornamiento sistematizado del poder personal impuesto a los más débiles, siendo el mantenimiento de. tal postura causa de las relaciones interpersonales crónicamente conductivas.

 

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Última actualización:
21/03/06