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Emoción y sufrimiento. V.J. Wukmir, 1967.

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13. Ektrorexia

«Cuando leo en los periódicos los relatos
sobre los crímenes más distintos,
tengo la impresión de que seria capaz
de cometer cualquiera de ellos.»
GOETHE

 

1. La persona y el código
2. Una definición biológica del criminal
3. El odio
 

1. La persona y el código

Desde que nace, una batería de normas, leyes y códigos escritos y no escritos se precipita sobre el ser humano para enseñarle lo que son el bien y el mal desde el punto de vista de su contorno social. Empezando por las sabias instrucciones de los padres, una cantidad enorme de regulaciones y reglamentos, todos ellos conteniendo sanciones contra el incumplimiento, representan la presión de la normalización que según la evidente intención de esas instrucciones tendrían que servir para una felicidad y bienestar de la persona. Y desde el nacimiento existe también la contratendencia de la persona a la que muchas de esas normas bienhechoras no le gustan, ya que la mayoría de ellas contienen la prohibición de ciertos comportamientos que con toda euforia preferiría cumplir.

Así se inicia, y no nos deja hasta la muerte, la dificultosa orientación del organismo-persona entre el Bíos crudo y el Ethos refinado, presente como factor Cs en cualquiera de nuestras valoraciones.

Entre los diversos códigos, el penal es el más quisquilloso en concretar las cosas prohibidas, en enumerar lo que considera como infracción, delito o crimen, en qué circunstancias y bajo qué modalidades, añadiendo a cada una de sus prohibiciones también una sanción. Estas fórmulas jurídicas están en sus grandes líneas de acuerdo con los mandamientos religiosos y con los preceptos de la moral. Sin embargo, también presentan contradicciones, mostrando que incluso los crímenes con más severas sanciones no son siempre crímenes tout court, lo que dificulta aún más la penosa adaptación de la persona a sus presiones. Ninguno de los códigos enseña el método de la adaptación, ni toma muy en consideración el impacto del Bíos crudo dentro de la persona. Según la organización social, esta tarea se deja a la educación, un arte no muy espléndido entre las que practica el hombre en su historia. La persona tiene frecuentemente la impresión de que tanto las normas como la educación la dejan que se apañe sola con los dilemas de la adaptación. Es verdad que el Bíos crudo enseña también la solidaridad: sus células conocen bien este principio de gran utilidad vital como es el de colaborar una célula con las demás células, si quiere sobrevivir. Incluso enseña que se debe acudir a la ayuda de las demás células que se encuentren en estado de deficiencia o de crisis' de sus funciones. Pero al mismo tiempo el mando de la supervivencia, implacable y casi cínico, obliga a la lucha contra los obstáculos que en esta dirección puedan presentarse, ya en el seno del organismo ya procedentes de afuera. Las normas sociales surgen frecuentemente ante el hombre-individuo como obstáculos de pleno vivir y obligan a la persona a seguir frente a ellos con táctica y estrategia, y, en casos extremos, con rebeldía y destrucción, con lo que se producen infracciones, delitos y crímenes contra las personas o sus zonas de seguridad, garantizadas por la ley.

Los antecedentes orécticos de tales agresiones no se quedan dentro de los límites crónicamente conflictivos como en los casos de las erizorexias, sino que toman el aspecto de las ektrorexias (ecqroz, en griego, "enemigo"), abiertamente agresivas. En escala mayor o menor, tal infractor es declarado por la sociedad como enemigo (ektros), y las sanciones se ponen en marcha contra él, según la zona a la que atañe la infracción y según el peligro que el comportamiento del infractor representa para los valores establecidos por la sociedad.

La cara del juez al que se deja la aplicación de las sanciones, ha cambiado un poco en la historia de la humanidad desde su primer aspecto de verdugo hacia un arbitro que sopesa un tanto también las particularidades personales del delincuente. Se han infiltrado en los mismos códigos de la edad moderna algunas cláusulas compasivas que atenúan la rigidez de las sanciones formales según el caso, permitiendo al juez individualizar dentro del marco de la ley. Algunos comportamientos, juzgados severamente como delitos en los códigos anteriores, empiezan a desaparecer de los párrafos. Pero ni la ley más moderna, ni el juez más misericordioso están todavía en la posibilidad de ocuparse detenidamente de la persona del criminal, e investigar no tan sólo los hechos externos del caso sino también su motivación interior. Y aunque la criminología insiste en la ampliación de las "circunstancias atenuantes", estudiando el contorno del delincuente, la psiquiatría es aún bastante vacilante en su papel de consejero del juez sobre la motivación del delito. Y si la culpabilidad y la punibilidad se van esclareciendo como nociones criminológicas y penales, el problema central de la responsabilidad divide a veces a los peritos de la endoantropología hasta tal punto que en algunos grandes procesos bien podríamos hablar de los peritos de la acusación y los de la defensa. De tales situaciones grotescas no tiene culpa ni la ley, ni el juez, ni la sociedad, sino el retraso de la endoantropología que aún hoy discute las nociones básicas del comportamiento, tales como la emoción, el sufrimiento o la concienciación. En el momento mismo en que estoy escribiendo este capítulo, los periódicos me traen una noticia sobre el caso de Walter Seifert, que derramó sobre treinta alumnos de una escuela alemana el fuego de un lanzallamas, mató a dos maestras y se suicidó después con un grito: "Estoy vengado". ¿Un loco irresponsable o un criminal responsable?

A esta pregunta no se puede dar una respuesta adecuada si no se conoce la orectogénesis de su crimen. Y la anamnesis misma será dudosa si la teoría no ha establecido previamente las condiciones de lo que llamamos la responsabilidad.

Desviándome aquí de la tesis generalmente aceptada en el derecho penal diciendo que el crimen es, "lo que el Código penal declara como tal" (nullum crimen sine lege) y que al establecer la responsabilidad del delincuente no tendríamos que ir más allá del intento y de su exteriorización, creo que la DOV ektroréctica es siempre una desorientación vital como cualquiera otra de las DOV y que tendríamos que intentar describir su orectogénesis de manera semejante a como procedemos en otros tipos de la desorientación. Esto significa, en última línea, que tendríamos que definir el estado típico ektroréctico independientemente de la definición de la ley penal, estudiando el comportamiento del asesino potencial en nuestro género y la lucha que la persona tiene que emprender necesariamente con él.

No es una tarea fácil. Pero ¿con qué derecho reclama la psiquiatría que una gran parte de los criminales tendría que cambiar su sitio de una prisión por el de un hospital, si a la ektrorexia no podemos darle una categoría afectiva especial? Hay infracciones y crímenes que se cometen en algún estado confuso o delirante, al margen de otras DOV. Pero hay muchos tipos de agresivos que no caben dentro de tales clasificaciones, cuyos delitos, no se pueden comprender por la excusa de un tumor cerebral y que obedecen a criterios de una DOV específica.

Por otra parte, ¿vamos a denegar la naturaleza de delincuente, o, digamos, de ektroréctico, a aquellos que cometen los crímenes más horrorosos cubiertos por un mandato de poder, a los que la historia y la sociedad eximen de responsabilidad por impotencia, por cobardía, por hipocresía o por cualquier otra corresponsabilidad disimulada? ¿A los criminales de guerra, por ejemplo? ¿A los criminales en la guerra, caliente o fría? ¿A los que se exceden intencionalmente en los mandatos conferidos por la sociedad, los que se aprovechan de las lagunas de la ley? ¿O a los que con habilidad eluden las sanciones, cometiendo crímenes perfectos, o saben cómo disimularse o esconderse?

La incitación a cualquier acto agresivo está precedida por una valoración afectiva, por emociones negativas de miedo, ira, frustración, celos, y, en primer lugar, de la más asesina de todas, el odio. Para que estas emociones desemboquen en crimen consumado o intentado, la integración factorial, la orexis fásica, el curso en la maduración de la persona y la huida del patior tienen que tomar un rumbo especial, diferente de las constelaciones en las que las emociones nos llevan a actos diferentes. Mencionamos aquí también la huida del patior y la creemos muy importante; la anamnesis de cualquier caso criminal es una historia patotrópica: no se llega a la agresión criminal sin sufrir, sin pagar ya de antemano en la moneda de patergios el futuro crimen. Incluimos aquí a los criminales más cínicos y despiadados. Hay en todo crimen un devenir oréctico, hasta en los que parecen ser producto de un arrebato momentáneo.

Y esto por una causa fundamental: durante toda la vida cualquiera de nosotros, desde los santos hasta los Hitleres, lucha contra el asesino potencial que reina en la cueva de nuestro interior, contra este impacto del Bíos que por sus fines desconocidos alterna las riendas de la supervivencia entre la derecha de la solidaridad y la izquierda de la destrucción. Lucha contra él o quiere justificar su liberación (la crónica cuestión de la "guerra justa"). Toda la ética humana torna alrededor de este eje bipolar: el Ethos es tan sólo oscilante, justamente como su ego biósico lo es abajo, en la célula.

No somos menos criminales si sólo queremos y pensamos matar y no lo cumplimos por cualquier motivo. La no responsabilidad, la no culpabilidad ante la ley no nos eximen de la responsabilidad ante nosotros mismos, si es que nos hemos adherido al Ethos de la solidaridad como a un posible aliado contra el Bíos destructor, este Jano de doble cara, tantas veces irresistible en su mando de destrucción.

Ya es mucho, dirá alguien, si al menos conseguimos que la ley nos absuelva de la responsabilidad y que no exterioricemos en actos agresivos nuestros afectos negativos. De acuerdo. Pero hay que considerar cuántas veces esta exteriorización depende tan sólo de un azar, de un angström, para no juzgar a los que no han podido resistir al impacto del asesino potencial en este último reducto fronterizo del Ethos. Y cuan terriblemente fuertes son a veces nuestros odios hacia aquellos con los que andamos por la calle con cara de cordero mientras la mano imaginativa del sentir empuña la daga. Quizá la responsabilidad hacia la sociedad esté confinada, como arreglo y organización a las fronteras de la ley. La responsabilidad hacia uno mismo, hacia la maduración y la autocreación, empieza mucho antes. La lucha contra el asesino potencial en cualquiera de nosotros también empieza mucho antes.

 

2. Una definición biológica del criminal

Como hemos dicho ya, cualquiera de las desorientaciones vitales abre la puerta a todos los problemas de la persona, de su existencia, coexistencia y convivencia. Resumiendo nuestros puntos de vista en materia tan extensa y variada como son las ektrorexias, nuestros postulados previos son los siguientes:

1) El asesino potencial está biósicamente presente en todos los seres humanos. Bajo los impulsos de ciertas emociones negativas puede ser activado, con lo que convierte a la persona en agresor delictivo.

2) Los actos de agresión cometidos bajo este impacto biósico de supervivencia agresiva no abarcan tan sólo el homicidio y el asesinato sino también toda la serie de actos agresivos contra la integridad organísmica y personal de los demás, su resistencia vital, su seguridad, bienestar y acondicionamiento social de sus derechos, sean éstos formalmente defendidos por los códigos o no.

3) La motivación del acto agresivo hay que considerarla desde su génesis emocional en el interior del hombre, no obstante el grado de la exteriorización a la que haya llegado concretamente.

4) Dado el hecho inevitable de la coexistencia social y la normalización del comportamiento por la sociedad, cada ser humano combate en su interior el impulso libre del asesino potencial biósico, sea por la angustia ante las sanciones, sea por el mando de su autocreación protoética; la tendencia de la concienciación coexistencial es primariamente la de evitar la agresión sancionada.

5) La producción del acto agresivo está determinada, como cualquier otro comportamiento, por los efectos de la integración factorial y la orexis por el estado del patotropismo y por el curso de la maduración de la persona y su postura vital.

6) Toda agresión llamada criminal es un resultado de las condiciones innatas a la especie y a la experiencia ontogenética personal adquirida durante la formación organísmica y la maduración.

7) La responsabilidad de cada individuo-persona es doble: hacia su propia maduración (autorresponsabilidad) y hacia los demás (heterorresponsabilidad); las dos son interdepedientes.

8) La autorresponsabilidad puede ser alterada o desviada, deliberada o compulsivamente, por los errores y omisiones en la valoración; la heterorresponsabilidad depende de la medida conseguida en la autorresponsabilidad.

9) Dada la copresencia del factor exógeno social (Cs) en cada acto de comportamiento, es evidente la corresponsabilidad de la sociedad en los actos agresivos del individuo.

10) La lucha contra el impacto del asesino potencial en el interior de la persona-individuo depende, además de sus esfuerzos, de las influencias traumatizantes de la sociedad.

A estos esquemas abreviados, que comprenden muchos problemas parciales, añadiremos aquí mismo nuestra definición del criminal, en su aspecto del devenir un ektroréctico agresivo:

Persona que por su propio error u omisión en la valoración emocional o por el trauma innecesario infligido por parte de los demás, o bien por la concatenación de los dos motivos, no ha podido vencer en mismo el impacto del asesino potencial, al que libera a través de actos agresivos contra otras personas o sus intereses vitales.

En esta definición que a primera vista puede parecer heterodoxa, el delincuente se presenta más bien como una víctima del Bíos cruel que como un infractor de normas y leyes. Creemos en la plena justificación de tal punto de vista, hablando biológicamente. Si el asesino potencial no nos acechara desde dentro; si no fuera innato en nosotros como un elemento siempre disponible en la lucha de la supervivencia, y como un modo extremo de las defensas; si no estuviera presente como modo de sobrevivir en todo el reino animal; si hubiese en la especie del Anthropos una subespecie que no acusara esta presencia inmanente; o si el método de la solidaridad entre las células en el organismo prevaleciera automáticamente sobre el de la lucha en la coexistencia social, nuestra definición andaría con muletas dudosas desde el punto de partida. Pero la evidencia de todo lo contrario es tan tajante, y tal punto de salida biológico tan axiomático que no creemos tener que perder tiempo con argumentos en favor de estas premisas. Lo complementario de ellas es la otra evidencia: que el hombre puede, por sus propios esfuerzos, reducir en sí mismo al agresor biósico, y que el mismo Bíos le brinda tal oportunidad mediante la posibilidad de vivir con los otros en solidaridad adaptada, siendo ésta preferible para la supervivencia. Que el hombre puede luchar, pues, contra el mando del asesino potencial y reducir su impacto, pero no puede eliminar de su interior tal método, tal función del sobrevivir, ni borrarlo definitivamente de los mecanismos de su existencia. Ni este método ni el de la solidaridad son garantías del sobrevivir. El criminal puede perecer bajo las sanciones que su delito provoca; podemos también perecer en la guerra a la que nos hemos lanzado obedeciendo a la invocación de la solidaridad. Ambas tendencias son tan sólo una posibilidad y, como todo lo demás en la vida, un riesgo. La fuerza del tener-que-sobrevivir es tremenda; el poder hacerlo con éxito está sometido a oscilación; el saber sobrevivir es marginal, la orientación vital entre las tres es difícil y costosa. El presupuesto del crimen es siempre elevado. En la liberación del asesino potencial la persona es siempre víctima de su impotencia frente a él.

Si, después del acto criminal, la ley o la reacción de los demás le imponen sanciones por su parte, éstas se añadirán a la que el asesino potencial liberado le ha impuesto desde dentro por haberle llevado al crimen, una fuerza tenebrosa a la cual no ha podido resistirse. Tanto si la ley sanciona al criminal como si no, el haber llegado al crimen ya es una desorientación vital. El Bíos no impone estos modos extremos como exclusiva entre los congéneres, sólo en la lucha entre las especies y aun así con una circunspección bastante especificada y refinada. Si el hombre los usa contra sus congéneres, infringe también una regla puramente biósica. El phylum se siente amenazado por el abuso ontogénico y reacciona: esto es siempre oneroso para el individuo.

El Ethos social es tan sólo una cara del Bíos, un intento de higiene preventiva en la coexistencia forzosa. De las relaciones formales entre la norma y la persona del infractor puede tratar la Ética formal, partiendo del problema de lo que él debería haber hecho. Pero la investigación sobre por qué lo hizo, o por qué no ha podido hacerlo según las exigencias de la norma, pertenece a la biología, orectología, personología, las que, en su delito, ven reunidos a todos los factores del comportamiento. Bajo esta visión, la tradicional tesis racionalista del "libre albedrío" apenas puede encontrar su confirmación biológica.

Si a alguien le es difícil convertirse espontáneamente en fiscal acusador, es al endoantropólogo. Frente a los tecnólogos de la moral y del derecho, él es muy cauto en emplear para con el hombre las palabras de la libertad. Observando los motivos del comportamiento humano, es propenso a copensar, a cosentir cosas que se escapan a la moral racionalizante y al tecnicismo jurídico, tantas veces limitado además por las leyes comodonas. El personólogo es necesariamente reservado en declarar al hombre un ser libre en sus decisiones. Para él, es más bien un ser que nace y muere compulsivamente, sobrevive obligatoriamente y se orienta cumpliendo esta su tarea entre presiones mediante esfuerzos y tensiones, oscilando entre el poder y no poder sobrevivir, tanto si lo miramos como célula, como organismo o como persona humana. No es libre un organismo cuya forma está determinada por los límites de su especie y ésta, a su vez, rodeada por fuerzas más potentes que el individuo y cuyo funcionamiento es producto de millones de años y de la historia de generaciones numerosas y desconocidas por él. Ni es libre un organismo-persona cuyas necesidades generales y concretas no se satisfacen mecánicamente sino que, antes de satisfacerse, requieren elaboración posibilista de un comportamiento expuesto tanto a las condiciones determinadas como el azar complementario o de los eventos exteriores e interiores.

Más que de libertad del comportamiento el endoantropólogo prefiere hablar de cierta relativa y muy limitada liberación de las necesidades, la cual, cuando se produce en las satisfacciones, representa la autoafirmación provisional de la forma existencial del organismo-persona. En tal proceso hacia la liberación relativa, parcial y provisional, pero posible, a la función de la valoración es dado el margen de emplear la experiencia individual, contenida en la memoria, y de sopesar la utilidad vital del acto de la supervivencia en el curso de su composición. Pero la utilidad vital no es idéntica a la norma racional, protoética, religiosa, moral, social y su identificación también es sólo posibilista, ya que depende de la emoción que domina la valoración: el hombre no puede escoger libremente entre la emoción del amor y el odio, por ejemplo, para cualquier situación abierta al comportamiento. Las emociones nacen y son. Frente a ellas —que son su realidad interior— el hombre no es libre. La única zona libre —también posibilista y restringida— es la determinada por la experiencia (memoria) personal que interviene en la valoración del futuro acto y de su concretización real. Esta puede contribuir a que se suavice el acto del odio en su exteriorización, se reduzca al acto interior, o bien a que. se lance a sus extremos de agresión; ésta puede (o no) intensificar o retener la expansión de nuestros actos de amor. Por este filtro mnésico que acude a la introspección ya la emoción valorativa de la comprensión se inmiscuyen en las valoraciones las eventuales ecforias de las normas y de la educación tanto como experiencia de los traumas y de sus aguijones. La razón a la cual la tesis del "libre albedrío" atribuye el papel del arbitro, no tiene en ello más que un cometido de traductor al lenguaje articulado del sentir subyacente, si para tal articulación hay espacio-tiempo de transcripción. Es la razón la menos libre en la orexis y depende totalmente del agon-gnosia-autognosia del sentir y de las mnemopraxias de la experiencia.

Hablando del ektroréctico en conexión con nuestra definición se ve, por lo que acabamos de decir sobre el libre albedrío, cuan importante es, en la lucha contra el asesino potencial en nosotros, el curso de la maduración de la persona y la formación, de su postura vital habitual. Si la proética y la protoética en esta maduración ha podido ser cultivada, la persona tendrá en sus valoraciones emocionales negativas del miedo y odio más oportunidad de defenderse a sí misma contra sus propios actos de agresión, es decir, contra el desvío en la postura vital habitual. Pero hay que subrayar que las normas de educación social per se no son eficaces en estos momentos, sino la experiencia real que la persona ha tenido con ellas en el curso de su aceptación personal. El "no matarás" abstracto de la norma tiene que madurar en la persona a las alturas de la convicción personal, al nivel de la postura vital, y de un estilo de vivir elaborado. Sólo éstas son una prisión eficaz para el asesino potencial y no los preceptos, ni la angustia ante las sanciones de la ley. Si la edificación de tal postura ha sido quebrantada por frecuentes experiencias de traumatismo social o su aceptación débil por causas endógenas; si las injusticias vitales subjetivas cortan la firme línea de tales tendencias, o si incluso la norma se muestra injusta o doble, aquel puerto franco de nuestras valoraciones en las emociones negativas por el cual puedan entrar las mercancías de las ecforias mnésicas proéticas, reduce considerablemente sus muelles en favor del libre juego del asesino potencial.

Es fácil enseñar al hombre la lista de las prohibiciones y de las sanciones que le esperan si las infringe. En esto coinciden todas las religiones, la moral y las leyes penales de la historia en sus grandes líneas. Las enseñanzas de cómo se hace eficaz la lucha contra el asesino potencial dentro del hombre son, en cambio, insuficientes, diletantes y no siempre sinceras.

Como hemos dicho ya, hablando de la crueldad y del poder injusto, el terreno más eficaz de la lucha contra el asesino potencial queda en la autocreación proética personal. Por nuestros propios esfuerzos, si éstos nos parecen dignos de ser emprendidos, podemos llegar a ser menos asesinos y reducir el impacto crudo del Bíos destructor en favor de sus tendencias de solidaridad. La evolución no es contraria a este papel de la persona. Pero tal autocreación requiere una vigilancia continua de los eventos interiores por parte de la persona, un persono-centrismo humanista, frente al egocentrismo puramente estratégico de la supervivencia. Existen personas cuya maduración acusa rasgos tajantes de tal postura incluso en las circunstancias extremadamente desfavorables y a pesar de ellas. Existen personas cuya ontogénesis opta más bien en pro del Homo clemens y contra el Homo furia y mantiene esta preferencia en su tipo de maduración durante toda la vida. De ellas provienen también los conceptos y los sueños de la paz colectiva. Viendo que tal paz es asequible en su propio seno se nutre de esperanzas de que el mismo camino podría emprenderse también colectivamente. Pero en el taller personal en que esculpimos por nuestro propio placer en tal arte y en pinceladas cotidianas la figura del Homo clemens somos dueños del material y de los utensilios y el tiempo de la atención a tal obra es nuestro. Saliendo fuera del taller de la autocreación al campo de la organización social nuestra soberanía cesa y se fracciona.

 

3. El odio

Al lado del miedo y de la ira, el odio es, compuesto a base de elementos de los dos, la emoción negativa que más radicalmente induce a la agresión criminal. La insaciabilidad de los apetitos que también podemos descubrir en la motivación de algunas agresiones o la crueldad y el poder injusto sobre los demás tienen que unirse a ciertas emociones negativas para acabar en la agresión abierta. Las frustraciones, la envidia y los celos, la sobrevaloración propia de la soberbia, etc., que también pueden ser móviles de la agresión, las encontraremos brotando o acumulándose en el prototipo de todas las grandes agresiones que caracterizan las ektrorexias como es el odio.

El odio es capaz de movilizar todos los satélites del asesino potencial en nosotros en conspiración clandestina o en ataque desencadenado, de servirse del honor como de un pretexto, del fanatismo como de una virtud, del sexo como de una excusa. Si rascamos un poco las máscaras de las apariencias .podemos encontrarlo bajo el cinismo y los sarcasmos sonrientes, en las ventanillas de la Administración, en los sótanos de las revoluciones, en las ideologías del superhombre, detrás de las riquezas acumuladas, por debajo de los chantajes del amor carnal. La misogénesis en el ser humano —los demás animales no conocen esta emoción— ha sido descrita magistralmente por los griegos y por Shakespeare. El odio vocifera allí en géiseres de sonidos terribles, el gran incendiario de los crímenes está allí desnudo e implacablemente real. Este es el verdadero lenguaje para su descripción, en el que a la vez puede entreverse toda la persona en su síntesis. El análisis científico del que nosotros tenemos que servirnos queda siempre desmesuradamente pobre frente a los medios del arte de que disponen aquellos profundos conocedores del interior y del sufrimiento humano, ya que tanto su soportación como la resistencia a esta emoción desgarradora son indudablemente un sufrimiento incluso en el criminal más despiadado.

Como en el miedo, el factor Cs se presenta en el odio como una amenaza imperativa y desproporcionada a nuestras defensas, pero no como inevitable. Al contrario, el que odia cree subjetivamente que esta amenaza, engendradora del miedo o de la angustia, podría fácilmente ser evitable, si el otro lo quisiera. Pero no lo quiere, sino que la impone deliberadamente, y por ello provoca también el surgir de la ira, otro elemento acumulativo del odio. Crónicamente presente o frecuentemente reincidente, la amenaza concierne a alguno de nuestros intereses vitales, impidiéndonos hacernos valer y condenándonos a una situación de impotencia o de frustraciones repetidas. Siempre que el estímulo de tal amenaza llega a nuestro sensorium, nuestra reacción son el miedo y la ira sin que puedan ser liquidados a causa de nuestra impotencia y tienen que ser reprimidos. Y ya sabemos que tal represión tiene un tonus negativo: es un aguijón clavado, es un ateroma afectivo que, convertido en su traducción química, circula como un cuerpo ajeno en las vías de la orexis y es un obstáculo posible de la valoración verídica y real. Resumiendo, un trauma con efectos pro futuro. Una injusticia vital crónica.

En el odio se trata siempre del factor exógeno social y de su traumaturgia, subjetivamente considerada como patior innecesario. Aunque la amenaza del factor cósmico puede ser terrible, crónica y reducirnos a la impotencia, no se odia a un volcán, al cosmos en sus presiones, ni a ningún dios por cruel que fuere. El odio está siempre dirigido contra el otro, contra él, ella, ellos. El gran prototipo del odiador, el Ricardo III de Shakespeare, ha nacido deformado por la joroba, es en el fondo la naturaleza la que ha sido una cruel madrastra para él. Cree que sólo la corona podría compensarle esta injusticia vital y mata a todos los que se presenten como obstáculo a este fin. Pero su odio no se dirige contra la naturaleza sino contra los que se ríen de su deformidad, su no conformidad con la forma de la especie, su inferioridad inmutable. Las miradas despectivas de los fuertes sobre los débiles, de los saciados sobre los hambrientos, de los bellos sobre los feos, de los innecesariamente incomprensivos sobre los que esperan comprensión, etc., son el mal activo y evitable que en la mayoría de los casos abren la puerta al odio y a la agresión del asesino potencial. La inferioridad rematada en vez de posiblemente suavizada; la seguridad probable pero denegada deliberadamente; la sentencia del desierto en vez del oasis compartido;

la fría indiferencia en vez de la sonrisa, que no hubiera costado nada. El odio, para nacer, no necesita la espectacularidad de la gran escena dramática y la amenaza no tiene que venir de la daga; basta una dosis mínima de crueldad innecesaria para desencadenarlo. El criterio de lo "innecesario" puede ser "objetivamente" nimio o incorrecto, pero subjetivamente es una puñalada: como efecto traumatizante sólo lo subjetivo cuenta.

Frente a estos efectos procedentes del factor Cs, los factores endógenos se aliarán entre sí en defensa propia de la persona. Para convertirse en la emoción valorativa del odio, el estímulo tendrá que llegar a los niveles macrorécticos y ser valorado como amenaza grave, imperativa, impuesta de hecho pero evitable aunque no evitada por parte del estimulante. Hasta aquí el agon y la gnosia correspondientes. En cuanto a la autognosia de aceptación-soportación-resistencia a tal estimulación amenazadora, el odio podrá nacer tan sólo si la autognosia consiste en la valoración de inferioridad de defensas, de lo desproporcionado entre ellas y la amenaza subjetivamente sentida como agresión: no hay posibilidad de encaminar la elaboración del estímulo en autoafirmación hacia la cual el organismo-persona regularmente tiende. En este punto la autovaloración establece que no puede aceptar, soportar, resistir el agon. El esfuerzo del patior está en oposición asinergética con la tensión patotrópica en su curso hacia el acto. Este podrá componerse en dos líneas principales: o bien en impotencia reconocida frente a la amenaza (el acto interior del odio constituido), o bien en eliminación violenta de la amenaza (el acto del odio exteriorizado). Este es el punto ektro con su dilema de represión o contraagresión. En ambos casos la persona cede al asesino potencial en su interior: en caso de impotencia ante la amenaza, el odio sugiere que el asesino potencial tendría derecho a liberarse; en caso de contraagresión cumplida le liberamos porque, subjetivamente valorada, esta liberación es justificada por el derecho a la supervivencia. En ambos casos queremos aniquilar al otro como obstáculo. En ambos casos esta emoción negativa recae con sus consecuencias sobre el organismo-persona. Tanto si el acto contraagresivo es reprimido, como si es cumplido, el odio es nocivo per se.

Es en el punto ektro, en este dilema biológico, donde se producen muchos eventos de valoración en los que interviene toda la persona (y todo el organismo, naturalmente), cuyos pormenores se escapan al análisis Objetivo. ¡Toda la historia de la maduración! Lo que hemos hecho de nosotros mismos, lo que la vida ha hecho de nosotros, lo que somos y lo que quisiéramos ser. En este pequeño punto de la orexis, que, medido por el tiempo del calendario, no dura más que unos segundos, la memoria a través de la coestesia vital nos manda cuantos y haces del vivir pasado, calificado a veces por tendencias en pro de la represión, y a veces en favor del asesino que se moviliza. Hay condensados largos argumentos y discursos en su quintaesencia. Argumentos de miedo ante las sanciones, de un aplazamiento de la contraagresión, o bien de la inevitabilidad de matar o de hacer daño sea como fuere, pero no reprimir más, ya que esto resulta ser más sufrimiento que cualquiera de las sanciones ulteriores, previsibles aun en la fiebre del odio. Aquí hay tiempo y oportunidad también para la barrera ética.

Pero el espacio interior del odio no es muy propicio para la movilización mnésica de las normas aceptadas, sino más bien para la de los aguijones. La amenaza Cs domina la integración factorial y los procesos del agon-gnosia-autognosia están bajo su impacto desproporcionado, y su autocorrección de esta desproporción es difícil tanto para el metabolismo Hf, como para el ego muy activado por la fiebre de excitación (E), mientras que en contra del frente Hf-E las perspectivas de las instintinas parecen más bien cerradas a la descarga, caso en que el acto inmediato de la agresión tiene que reprimirse. En apoyo de las instintinas las ecforias mnésicas que acuden a la fase valorativa-emocional son las de los recuerdos traumáticos, de las ideas de lo merecido, del tonus mnésico desagradable, de las injusticias vitales. De la persona a quien ha sido tantas veces denegado el ius naturale de hacerse valer sin soledad, inseguridad, inferioridad, frustración. Y si también se filtra algún "no matarás" aceptado anteriormente fuera del odio, ahora estas ecforias inhibidoras de la agresión tienen un sitio periférico en el tiempo-espacio de la valoración.

Volvamos al caso mencionado ya (véase La valoración primaria es preverbal) del odio provocado por una riña grave y crónica con mi vecino acerca de un trozo de terreno cuya propiedad nos disputamos. Según todos los documentos de los que dispongo, el terreno me pertenece por antigüedad, pero el vecino es el cacique de la región que con su poder político y, aún más, con su dinero tiene acorralada toda la aldea y sus contornos. Para él este proceso que dura años es meramente un asunto de prestigio: el terreno no le hace falta como a mí. Mas con sus influencias y artimañas hace todo lo posible para que el proceso se alargue y que sus gastos me agobien y me hundan con deudas. "En este pueblo yo no pierdo proceso y tú te has atrevido a imponérmelo. Ya verás quién soy yo." Me acosa por todas partes, su banco no me da créditos y el otro me protesta las letras porque también depende de él. No cedo porque estoy en mi derecho, pero evidentemente me hundo poco a poco. Todo el día lo pasé bien, sin pensar en él. Pero al anochecer de repente me llega de su finca el sonido de la música: mi cacique se divierte. Con el primer sonido de la música me invaden otra vez los deseos de matarle, ya que no cabe otra solución. Siento que si no hubiera sido por mis hijos, lo hubiera hecho ya.

Pero aun si no mato ni hoy ni mañana, el mal está hecho ya: el mismo odio es el mal. Si el concepto de la sociedad funcional tiene algún sentido, el acondicionamiento profundo en ella debería tener el significado de la fobolisis y de la misolisis, la disminución del miedo y del odio innecesario, como engendradores diabólicos de las desorientaciones vitales agresivas. El no tener que llegar al odio, éste es el problema capital de las relaciones humanas negativas, el no tener que sentirse uno amenazado en los intereses vitales de la supervivencia. En vez de medir la inteligencia —la cual no nos salva ni de las guerras colectivas ni de las individuales— tendríamos que inventar los tests de la fobometría y de la misometría.

Si el impacto destructivo del mismo Bíos es tan fuerte, si la sociedad y el otro fomentan tan fácilmente sus traumatismos, ¿en qué consiste la responsabilidad personal del individuo-persona?

Salvo unos casos, muy embrollados por la patogenia, la responsabilidad formal ante la ley y las aplicaciones de la sanción ante el hecho o el intento criminal no presentan problemas insolubles. Si la justicia formal cojea, y también comete algún Justiz-Mord irreparable, es que la organización social siempre cojea y no solamente en el terreno de la justicia. La traumaturgia social tampoco es un factor exclusivo en la ektrogénesis, a pesar de su corresponsabilidad evidente. Los fallos de la autocreación, el curso de la maduración de la persona, lo que hemos hecho de nosotros mismos para reducir el impacto del asesino potencial en nuestro propio seno, la responsabilidad hacia nosotros mismos es la faceta importantísima de la ektrogénesis. Si los errores en la valoración, y sobre todo en la sobrevaloración propia, pueden eximimos a veces incluso ante la justicia formal, ante nosotros mismos no nos eximen, una vez concienciados. El sentir de la culpabilidad propia y del arrepentimiento no serían explicables si el reconocimiento de los propios errores no estuviera en su fondo. Los mejores artesanos de la barrera ética somos nosotros mismos. Realmente, somos nosotros y no las normas quienes podemos conseguir victorias duraderas contra el impacto del Bíos destructivo, y sin esta contribución personal las normas y sus preceptos son impotentes. Los errores y las omisiones en la valoración tienen un gran papel tanto en la locura como en el crimen. En el acoto de nuestros sentimientos negativos, las respuestas sobre si valoramos bien, no nos las puede suministrar la fría ciencia de la lógica formal, escudriñando las condiciones generales de los silogismos perfectos, sino, muy por debajo de ella, el trabajo sudoroso de cada uno en su taller de la introspección atenta, este escenario patético de nuestro drama de maduración en el que somos a la vez protagonistas, directores y público. Nadie hará tanto en nuestro favor como nosotros mismos.

El miedo y el odio innecesarios son sumamente onerosos, son patior adicional, y el hombre los rehuye. Incluso el asesino profesional los rehuye. Todos los criminólogos tendrían que leer con atención aquellas páginas del mayor criminólogo del mundo, Shakespeare, en su Ricardo III (acto I, 4), donde hay un material precioso para los que estudian el problema de la barrera ética en las ektrorexias. En el diálogo entre dos asesinos mercenarios que por orden de Ricardo tienen que asesinar a su hermano Clarence, uno de ellos se ve de repente presa de escrúpulos ante la siniestra hazaña, mientras que el otro tan sólo piensa en la recompensa prometida. El diálogo ocurre entre dos asesinos profesionales, pero bien podría traducirse en un monólogo que cualquier asesino, entre nosotros, lleva en su interior. Y el analista genial no se olvida de mencionar el tiempo de la barrera ética en el punto ektro, el tiempo del dilema que casi convierte al cínico asesino en un intropático. Tanto, que el otro tiene que reprocharle sus escrúpulos y amenazarle con la denuncia ante Ricardo.

 

ASESINO 1: ¡Qué! ¿Tienes miedo?
ASESINO 2: No de matarlo, puesto que traigo la orden, sino de condenarme por haberlo matado, contra lo cual ninguna orden me defendería.
ASESINO 1: Te creí resuelto.
ASESINO 2: Y lo estoy a dejarlo vivir.
ASESINO 1: Volveré para ver al duque de Gloucester [Ricardo] para contárselo.
ASESINO 2: No, te lo ruego. Espera un poco. Confío en que pasará este acceso de sensibilidad. [I hope this passionate humour of mine will change]. Suele durar lo que se tarda en contar veinte.

También un asesino profesional se conoce a sí mismo, practica la introspección. Testimonia que la barrera ética no está muerta, desensibilizada y depatiorizada en su seno interior. También él nos da pruebas de que la lucha contra el asesino potencial existe en él. Y hasta le da un espacio-tiempo bastante generoso en sus valoraciones: veinte segundos, ostentándolo como su medida habitual. ¡Veinte segundos! Es mucho para un asesino profesional. Y él sabe bien que estos veinte segundos pueden ser peligrosos para su profesión. Hay después toda una descripción magistral de lo que puede hacer de él esta barrera.

Profundamente biológica, una emanación de la coexistencia obligatoria y el compromiso estratégico o responsable entre el individuo y su contorno social, la protoética como elemento de la orexis afectiva no requiere el conocimiento formal de las normas y el aprendizaje normativo fuera de lo que la simple experiencia coexistencial trae al hombre normal. La protoética, aunque no sea innata, es una experiencia necesariamente adquirida. Es una suposición justificada en todo ser humano y es fuente natural tanto de sus derechos como de sus obligaciones. Dada a todos los hombres normales la posibilidad de autocreación, la pregunta estándar de la responsabilidad del hombre (y de los demás) ante un crimen ideado, intentado o ejecutado es la siguiente: "¿Qué has hecho de ti mismo?". La de "¿Has obedecido a las leyes?" viene después.

Esta pregunta vale también para los criminales a los que la ley y la historia eximen de la responsabilidad cuando nos llevan a las guerras, a toda clase de ellas, por no haber podido resistir al impacto destructivo del Bíos en su propio interior. Los que no se han permitido el lujo de veinte segundos de barrera ética que Shakespeare otorga a la última escoria del "aún-hombre".

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Última actualización:
21/03/06