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Emoción y sufrimiento. V.J. Wukmir, 1967.

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Glosa final

Postscriptum

 

Glosa final

A quien se ofrece vivir, se le brinda una obligación genérica de sobrevivir y una aventura individual de poder hacerlo tanteando entre lo posible y lo imposible. Una aventura en la cual confinan el goce supremo y la belleza por una parte, y la tristeza y la disolución por otra. A pocos angströms de distancia están en nosotros la orientación firme y la desorientación total, la cordura y la locura. Una aventura interesantísima, siempre heroica y patética, un esfuerzo continuo y variado, lleno de riesgos y de fracasos, ricamente sembrado también de pequeñas y de máximas victorias. En este otear en la maroma, la huida del sufrimiento, copresente en la vida, acompaña como criterio básico todos nuestros pasos, pequeños y grandes.

Bajo esta bóveda omnipresente, nuestro término de la desorientación vital los cubre a todos —aquí ejemplificados y otros— amplificando desde lo normal el terreno clínico que acaba necesariamente en la clasificación pragmática de confusiones, delirios y demencias. Y si bien sabemos que la mordedura de un mosquito, un tóxico trivial, una neoplasia solapada o una infección sin importancia pueden, desde cualquier sitio de un subsistema factorial, producir estorbos que redundan en actos de locura, nos hemos interesado en este libro más bien por aquellos casos en que estos agentes quedan en segunda línea de causantes y nos hemos acercado a aquella vasta semiología que, humanamente hablando, también sin ellos puede causar la trágica desviación de la persona hacia la entropía prematura. Estamos en este estudio más bien cerca de aquellos sitios interiores en los que la huida del patior nos tiende acechos de error y de compulsión incluso en la vida cotidiana y normal, y donde el trauma no lleva el aspecto de herida sangrienta ni de pus maloliente.

Si nos paramos deliberadamente sin agotar la lista de los casos clásicos en los que la huida del patior nos lanza hacia la desorientación, los ocho tipos de valoración errónea, falsificada o compulsiva, representan ya una enorme mayoría de los modos de huir que el Bíos no acepta como válidos y los sanciona, al menos si de ellos intentamos hacer un sistema de supervivencia. Pero, si exceptuamos el sombrío impacto de la esquizofrenia, ¡cuan humanos son, y cuan cerca de lo normal están los demás siete errores! Cualquiera de nosotros, con un poco de introspección honrada, podría confesar que ha pasado, y no una vez, por los escollos de todos ellos. Parece sumamente lícito el apasionado deseo de cazar la felicidad por cualquiera de los caminos asequibles e intentar pasarla de contrabando ante los vigilantes aduaneros del patior: lo típico del klonoréctico lo llevamos en nuestras angustias ante la muerte y la breve vida. Es profundamente comprensible que la verdad, honestamente aceptada y soportada en su "así es" por el klinoréctico, le puede cansar mortalmente: a nosotros nos ha cansado también. Nuestra es también la ilusión de que, creyéndonos buenos y ricos en regalos, tenemos el derecho de exigir al otro más amor y comprensión de lo que nos dan: el espasmo de la espera kurtoréctica no nos es desconocido. ¿No hemos intentado nunca por caminos irracionales y hasta mágicos sobornar la implacable Némesis individual, empleando en pequeña escala los ritos que el anankoréctico quiere elevar a una medicina omnipotente de sus torturas? ¿No hemos cedido nunca al placer de ejercer el poder injusto sobre los demás, buscando en ello una autoafirmación propia, valiéndonos al menos de un intento de lo que en el erizoréctico consumado será ya todo un sistema cuidadosamente elaborado? Y ¿quién de nosotros puede declararse exento de las ganas de matar y de agredir, a raíz de nuestros miedos, odios, o simplemente de nuestra crueldad o insaciabilidad ektroréctica, culpando a los demás por nuestro sufrimiento? O ¿hay alguien entre nosotros que no conozca la soberana soberbia que para huir de la inferioridad propia la oculta ante el espejo interior y para taparla bien la remata con el desprecio hacia estos miserables que son los demás: la red autofabricada en la que caerá el hybroréctico paranoico si se atreve a creer definitivamente que es dueño de su destino?

Si la lista de los deslices en la valoración no se agota completamente con estos casos, pocos otros nos quedan que no pudieran asimilarse como subcategoría perteneciente a uno de estos prototipos de la desorientación vital del Homo imaginativus. Tanto es así que de un fiel discípulo me viene la pregunta de si la definición de lo normal podría buscarse en el modo como un ser humano pasa por los escollos de todos ellos. Y es verdad que un cierto perfil medio podría esbozarse por el modo como resiste una persona en su maduración al desvío de los siete grandes riesgos de la valoración valiéndose de su autocreación real y verídica. La más bella aventura de la persona y de su autocreación.

 

 

«... no i covekove biti same
obnovu i razigranje
dostojno ko da iskaze?»
(... pero de la misma esencia del hombre
 - de su renuevo y de su alegranza -
dignamente ¿quién podrá hablar?)
STEFAN LAZAREVICH 
(príncipe, humanista y
poeta servio, 1374-1427.)

Postscriptum

 

 

 

 

 

Este libro es un discurso analítico sobre un método de introspección comprensiva del comportamiento humano, apoyado, por donde cabía y a mi medida, por ciertos resultados del pensamiento bioquímico como comprobante de las verdades o de los fenómenos subjetivos. Los conceptos básicos de la teoría oréctica han abierto en mí un largo proceso de maduración de la persona. Incluirlos en un sistema coherente obedecía en primer lugar al mando de la responsabilidad hacia mí mismo. La endoantropología se vive; es autobiográfica. Después, se puede también ceder a la tentación de transcribir alguna que otra de sus verdades en términos abstractos de la ciencia, en su expresión siempre un poco por debajo de las verdades sentidas.

Como ha podido ver el lector de este sumario de nuestros conceptos, el acento en la teoría oréctica está principalmente sobre cuatro particularidades:

1) que en todo momento el comportamiento de los seres vivos hacia su supervivencia requiere, por encima de otras condiciones orgánicas, un esfuerzo-tensión individual, una cuota de soportación y resistencia, cuya manifestación es inmanente en el poder-sobrevivir e inseparable de la noción de la vida (el principio del patior P);

2) que el instrumento básico de la orientación vital de los seres vivos es la función afectiva de los organismos (el principio de la orexis O);

3) que la afirmación vital de los seres vivos es lograda en el momento en que la forma de la célula-organismo-persona, invisible pero subjetivamente introceptible, adquiere cierta durabilidad frente al constante cambio y la transición evolutiva (el principio de la forma, F);

4) que, para poder sobrevivir, todos los seres vivos están dotados de la capacidad de valorar los estímulos y obligados a hacerlo en cualquier composición del comportamiento (el principio de la valoración, V).

Las conclusiones que se desprenden de estos postulados de la teoría oréctica, al ser aceptados como punto de arranque para una visión del hombre enfocado desde dentro, implican ciertos cambios en el modo de pensar dualista de la personología. La investigación consiguiente del patotropismo (P) requerirá la fijación fisiológica cuanto más estricta de sus funciones en el sentido energético, dinámico y no mecanicista. La generalización de lo afectivo (O) y la extensión de la valoración (V) a todos los niveles del organismo, a partir de la célula, exige una elaboración nueva, subracional, de la teoría del conocimiento. El concepto oréctico de la forma (F), como cofactor general del comportamiento, ofrece una morfología no figurativa, superestructural para el enfoque biológico del devenir evolutivo. Subrayando la importancia de lo subjetivo, la teoría oréctica cree haber aportado ciertos criterios que facilitan el estudio científico de estos fenómenos.

Aun sin escribir en este ensayo una teoría sistemática del conocimiento, creemos haber puesto en su sitio la función biológica de la razón. No le hemos hecho ningún daño, ni la hemos despojado de sus derechos naturales. Al contrario, la hemos eximido de las culpas que se le achacan inmerecidamente y que se producen en la orientación vital del hombre por la motivación negativa muy por debajo de ella y por fuerzas biósicas más fuertes que ella. Hemos insistido tan sólo en que, si algunos le atribuyen la capacidad de que ella podría controlarlas, caen en la soberbia poco compaginable con la biología. Si el mundo nos parece a veces absurdo y sin sentido, ello ocurre por la insuficiencia de la razón abstracta y por su función falsa. Por debajo de ella la co-reidad de las cosas acusa orden y motivación —tristes o alegres para nosotros— cuya realidad, verdad y sentido se nos escapa a veces tan sólo porque la razón las haya declarado de conocimiento suficiente. Afortunadamente, tenemos en el sentir un poderoso instrumento de exploración directa del significado respecto a las leyes que rigen por lo menos el comportamiento del hombre. Y por esto hemos subrayado a nuestra manera, junto con otras escuelas y sistemas que siguen por el mismo camino, que tal investigación hacia un mejor conocimiento tendría que empezar por las raíces del sentir y no por la corona de la razón. Cuanto más podamos bajar en lo subjetivo del hombre, más podremos prevenirle contra sus propios errores y catástrofes evitables. Y si ya tenemos que culpar a alguien por el sufrimiento, culpemos a los factores que lo dicten y no al dócil y servicial escribano, la razón.

Si en una guerra devastadora la humanidad perdiera toda su tecnología, ¿por dónde empezaría el pobre resto su supervivencia? Otra vez por sus miedos, angustias, amor y odio: nuestro sensorium básico de la especie no ha cambiado. Para esto se necesitan muchos miles de años más, si es que la evolución mantiene el rumbo que nuestra óptica cree poder otorgarle.

De momento, y para largo tiempo aún, somos tan sólo hombres. Y no candidatos a la categoría del superhombre. A pesar del ímpetu de la tecnología.

Nos hemos dedicado a la exploración del hombre interior en una época que no le es nada propicia. La época es turbulenta y monstruosa y el hombre interior parece en ella pura antítesis y rebeldía condenada. Esta "civilización" nuestra de genocidas mastodónticos, que en medio del alud irresistible de procreación acelerada mantiene criminalmente la proporción usual entre los patricios saturados y las magnas legiones que nacen para estar irremediablemente hambrientas; esta "civilización" con su hybris de las escaladas interplanetarias y sus robots omniscientes; con su idolatría de espías; que de científicos hace mercenarios del Homo furia y cotiza el arte en sus bolsas de especuladores; tal "civilización" no necesita la cultura de la interiorización para su paranoia colectiva. De los horrores de las dos guerras mundiales el hombre de esta civilización no ha aprendido nada. Rehuye la pregunta "¿Quién soy?" y prepara en pleno frenesí la tercera. Con fría gigantocracia del Estado, con Economía incurablemente injusta, al son de la Máquina trepidante.

Con tal impacto deshumanizante, lo genuinamente humano puede vivirse tan sólo por debajo, por encima o a pesar de ello. Más que nunca, la persona es hoy día un apátrida, un espeleólogo forzado. En el sector público el asesino potencial aparece menos encadenado que el sector privado. Pero ¿no parece que en favor de una mejor convivencia nos ayudan precisamente en nuestra época, y más que en otras, los adelantos de la organización social, las religiones apresuradas en hablarnos en lenguaje más moderno, la ciencia que puede prever y prevenir?

La revolución social ha cambiado algo la posición de los oprimidos, pero no la mirada del Homo furia. Las religiones siguen predicando el catecismo del Homo clemens, pero las estadísticas del amor y de la compasión no acusan aumento en el mundo. La ciencia cura la lepra y la malaria, construye televisores y aviones, aconseja a sus amos cómo ganar guerras o vender mejor, pero no se enfrenta en serio con el asesino potencial en nuestro seno, con el gran traumaturgo de la humanidad. No es un asunto de la física, dice, y la biología trata de la célula y no del progreso ético.

Aquí hay un eslabón que, según la orectología aplicada, falta en el cómodo silogismo racional.

Si aceptamos que el sufrir es inmanente en el Bíos, el patior aparece ya en la célula como principio regulador del comportamiento y desde allí se inmiscuye en cada valoración de la persona. Está, pues, presente también en las emociones éticas. El Ethos es tan biología como el hambre o el metabolismo. Y el comportamiento ético c» antiético se compone en el hombre con las mismas reglas orécticas esenciales que cualquier otro. Ético, cuando ahorramos al otro el patior innecesario, antiético cuando lo infligimos; este sencillo criterio está en el fondo de todas las normas de tal índole. Si las religiones, las filosofías y los códigos han fallado en enseñar al hombre cómo se puede lograr esto, era en gran parte precisamente porque se descuidaron de la verdad de su biología. No conocían lo bastante cómo es desde dentro el ser a quien se aplicaban los preceptos difíciles.

Si la ciencia presume que nuestra edad es la suya, ¿no le toca ahora a ella llenar debidamente este vacío? ¿O podrá descuidarse de ello tan sólo con el pretexto de que la materia del asesino potencial no es muy apta para ser filtrada en los alambiques del laboratorio?

Pretexto ridículo y siniestro.

La endoantropología personocéntrica no lo acepta. Cree que el estudio biológico del patior es la plataforma más amplia de la cual la ciencia puede partir como de un denominador común para la comprensión entre los hombres del Este y Oeste, del Norte y del Sur. Y que, sin preceptos ni sanciones, tan sólo por haber llegado en su método a los focos de la intropatía, fomenta espontáneamente un humanismo tolerante, disolvente del miedo, del odio y de la soberbia.

Hasta ahora, y durante muchos millares de años, el progreso ético era realizable tan sólo como un arte de autocreación en el seno de la persona individual, como una bonita aventura interior, emprendida por cuenta propia y a su riesgo. Al parecer, el Bíos no se opone a que de tal arte la especie del Homo imaginativus haga una reducción colectiva del asesino potencial.

Si la ciencia occidental enfocara en serio tal investigación, la teoría oréctica se permite la heterodoxa sugerencia de que lo empezara por el lado por el que no quería hacerlo hasta ahora: por el del fenómeno biológico P.

En los cruces de la crisis actual del modo de pensar científico, tal endoantropología encuentra impedimentos serios en los prejuicios arraigados de aquellos conceptos que no consideran la persona como fuente de valores humanos máximos, realizables mediante la autocreación libremente emprendida. Pensamos aquí principalmente en tres corrientes a las que podríamos resumir con las etiquetas del tecnocratismo, pericratismo y manipulismo.

Con el tecnocratismo queremos indicar aquel concepto que considera a la persona como una máquina sui generís y cree lícito y justificado aplicar a ella los mismos criterios de observación que se desprenden de la observación de las cosas muertas. El protagonista de tal modo de pensar es Descartes con su idea de que el hombre es una "máquina complicada".

Esto conduce en el terreno de la biología al error de la reificación de lo vivo [1].

La corriente del pericratismo ve en la persona un material y un instrumento que tiene que ser amoldado a esquemas y a estereotipias sociales, superindividuales, a los que debe servir no obstante sus posturas de autocreación y sus preferencias de vocación. El precursor de este modo de pensar en nuestro mundo del hombre blanco es Platón, con su falansterio de guardianes.

Esto nos lleva a una progresiva alienación de la persona como portadora espontánea de los designios del Bíos [2].

El manipulismo divide a los miembros de la coexistencia entre manipuladores y manipulados, los primeros elevándose en última consecuencia a superhombres prefabricados, los segundos hundiéndose en la forzosa esclavitud de subhombres. El sabio codificador de esta idea en nuestra zona es Maquiavelo con su Il Principe.

Esto nos lleva a la soberbia de la única verdad [3] poseída por los privilegiados y a la agresión de estos selfstyled dirigentes de la evolución perpetrada en experimentos crueles sobre los demás [4].

Si en este postscriptum no pensamos abrir una discusión sobre estas tendencias, sean mencionadas por lo menos para hacer entrever la lógica de nuestras reservas humanistas.

Hemos convivido íntimamente y durante largos años maduros con nuestra idea del patior, con su sentido biológico. Para nosotros no es ninguna hipótesis sino ya una verdad axiomática. Mediante ella, la postura del hombre en el mundo y las leyes de su comportamiento nos han parecido más comprensibles y la coexistencia, en sus aspectos negativos, más soportable. Tal vez lo sea también para otros que puedan aceptarla como idea y realidad válida.

 

Notas:

[1] Síntoma típico de la época. «Llegaremos a tratar las máquinas de información (computers) de la misma manera como tratamos a la gente... y trataremos a la gente igual como tratamos a las máquinas.» (N. S. SUTHERLAND, catedrático de Psicología experimental en la universidad de Sussex, en The Observer de 9 de abril de 1967.) Pregunta: ¿Quién mandará las máquinas?

[2] Síntoma típico de la época. «El acondicionamiento experimental del sistema de gratificación y castigo, nos permite construir nuevas formas del comportamiento, someter el comportamiento al control de nuevos aspectos del ambiente social y mantener este control durante largos períodos de tiempo, todo esto a veces con facilidad sorprendente.» (B. F. SKINNER, psicólogo norteamericano en el libro Control of human behavior, 1966, p. 333.) Pregunta: ¿Quién llevará el control y quién será el controlado?

[3] Síntoma típico de la época. «La verdad de los pensamientos aquí comunicados me parece intocable y final. Opino que he resuelto definitivamente los problemas esenciales.» (L. Wm-GENSTEiM, en el Prólogo de su obra Tractatus Logico-Philosophicus.) Pregunta: «.¿Quién es, entre los humanos, el portador de la única verdad?

[4] Síntoma típico de la época. «En ciertas situaciones de guerra el empleo de las armas atómicas es justificado.» «En el peor caso de la guerra atómica, de la cual nos hemos ocupado teóricamente, morirían más de cien millones de norteamericanos, cien millones de rusos, dos o trescientos millones de europeos y casi todos los chinos.» (Declaraciones de Hermann KAHN, sabio atómico, Der Spiegel, 3 de abril de 1967.) Pregunta: ¿En nombre de qué o de quién se justificará el exterminio?

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Última actualización:
21/03/06